Sobre niños y diagnósticos: la infancia entre la ciencia y el sentido común

El problema apareció a los 3 años, sin previo aviso. Nico era un niño común que crecía como todos, comía bien y apenas si había pasado por enfermedades comunes.

Fue una noche, mientras la familia esperaba la cena, cuando entró al comedor luciendo un gorro de lana verde ridículamente grande que le tapaba las orejas. Sus padres y su hermana quedaron mudos de la sorpresa. Él, seguro e inmutable, dijo “ya está” y esperó su comida.  La escena era insólita; él solía ser gracioso pero nunca se había vestido así. Rieron y la cena pasó sin más.

Al otro día el gorro seguía puesto. Nico había dormido con él y quería llevarlo al Jardín. Cuando las seños preguntaron la madre se limitó a decir que “era cosa de él, nada para preocuparse”.
Una semana después nadie podía convencerlo de quitarse el gorro, excepto para bañarse. Aceptaba dejarlo cerca y, apenas secado el pelo, volvía a ponérselo.

El padre sugirió paciencia. La tía, un psicólogo. Los abuelos, por primera vez, enmudecieron; jamás habían visto algo así.

Los padres consultaron. La pediatra lo conocía desde siempre y sabría aconsejar. El examen físico resultó normal, pero solicitó análisis completos. “Debemos descartar todo” argumentó desorientada. Transcurridos tres meses Nico y el gorro eran una sola entidad.

Desesperados, los padres visitaron a un M.E.C.A. -Médico Especialista en Conductas Atípicas- quien inmediatamente declaró reconocer el síntoma; había estudiado casos similares. Luego de realizar algunas pruebas recomendó medicarlo.

“¿Pero… qué tiene, doctor?” preguntó con voz entrecortada la madre. “S.I.P., Síndrome de Indumentaria Persistente”, respondió el médico. “Una denominación nueva dentro de las N.I.I., Neuropatías Inespecíficas Infantiles. El último Manual Diagnóstico y Estadístico de las Enfermedades Mentales lo incluye”.

“¿Mental?…pero entonces… es grave” balbuceó el padre. “Esperemos que el tratamiento actúe”, murmuró imperturbable el profesional.

En el Jardín fueron informados del extraño síndrome. Nico recibiría un fármaco y apoyo psicológico.  Inmediatamente la directora difundió la información a los otros padres, quienes no tardaron en acudir masivamente. Querían saber sobre Nico, pero en especial si sus propios hijos podrían verse afectados.

Mientras tanto el niño seguía creciendo, ajeno a tremenda conmoción. Tomaba tres jarabes, visitaba a “su” psicóloga y vivía con el gorro puesto.

La comunidad del Jardín modificó su actitud. Silenciosamente Nico dejó de ser invitado a los cumpleaños. Los padres, acongojados, decidieron buscar otro colegio. Descubrieron entonces que todos les pedían informes y certificados, y condicionaban su ingreso sólo si concurría acompañado por una docente integradora.

Fue extremadamente doloroso saber que para afrontar gastos y coberturas debían tramitar un Certificado de Discapacidad. Lloraron largamente las primeras noches reconociendo la nueva realidad. Con los documentos que requería el Ministerio de Salud programaron una cita.

La noche anterior, mientras preparaban la cena, los padres se debatían entre sentimientos contradictorios. Tenían esperanza, mucha fe, pero también una gran angustia por sentirse al borde de una tragedia.

Entonces apareció Nico y se sentó a la mesa. Sin gorro. Con la sonrisa de siempre -que los medicamentos no habían logrado borrar- dijo “ya está”, y nunca volvió a usarlo.

La conducta humana de los primeros –fundantes- 4 años se desarrolla entre amplios márgenes de variabilidad. Muchos chicos presentan de modo transitorio hábitos excéntricos, usualmente inofensivos para la salud y sobre los cuales no existen explicaciones científicas.

La Medicina, al desarrollarse en sólo un segmento de la realidad, no consigue abarcar tanta diversidad. La necesidad perentoria de diagnosticar cada síntoma conlleva el riesgo de encasillar pacientes o decidir terapias sin certeza sobre su eficacia.

La estigmatización social es inevitable. El medio rechaza lo diferente. Una Medicina moderna debería forjarse en conceptos emancipadores para los niños, basados en ciencia pero también en sentido común.

Siempre se trata de niños, no de síndromes.

Por: Enrique Orschanski. Médico pediatra. Especialista en infancia y familia. Autor del libro Pensar la infancia, y coautor con la psicopedagoga Liliana González de los libros Cre-cimientos (2011) y Estación Infancias (2013)

 

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