24 de marzo: sólo la Memoria puede evitar que volvamos a vivir el horror

Desde la razón, pareciera que las fechas no tienen tanta importancia. Los momentos críticos, los hitos de la vida, no deberían precisar de un día determinado para ser recordados, para tenerlos incorporados a nuestro pensamiento y obrar en consecuencia. Pero no es así. Las fechas nos permiten fortalecer la memoria que nos historiza y nos construye.

Somos seres humanos. La razón es sólo una parte –muchas veces poco dominante- de nosotros. Necesitamos los recordatorios y, aún con ellos, la memoria suele abandonarnos dejándonos expuestos a repetir errores y volver a vivir horrores

Hace 43 años se instauró en la Argentina la dictadura más sanguinaria y criminal de su historia. Miles de muertos y desaparecidos –la “novedosa” figura genocida de hacer “desaparecer” personas utilizando los recursos del poder del Estado-, cientos de niños apropiados por sus captores a quienes se les cambió fraudulentamente la identidad luego de asesinar a sus padres, los campos de concentración para torturar y matar, son algunas muestras extremas de un plan criminal pergeñado por civiles y militares que incluyó enviar a la muerte a cientos de jóvenes soldados en la increíblemente absurda aventura de Malvinas.

El 24 de marzo no es, por cierto una fecha más. No lo es porque el daño causado por el siniestro proceso iniciado ese día ha sido inmenso y porque es imprescindible que la sociedad argentina mantenga viva la Memoria que, con toda lógica, se asocia con la Verdad y la Justicia, valores primordiales de un Estado de Derecho democrático.

Recordar el inicio de la dictadura es también ratificar que siempre se puede estar peor. La idea –tan humana y tan vacía de contenido- de que “no puede haber algo peor”, que es frecuente nos aceche ante situaciones difíciles, no sólo carece de sentido sino que puede abrir la puerta a espantos que ni siquiera imaginamos

Los que tenemos recuerdos claros de los durísimos años previos al 24 de marzo de 1976 sabemos bien que, por entonces, la situación era muy compleja, dolorosa, podría decirse insoportable. La violencia se había convertido en una metodología de acción política de diferentes signos ideológicos, las víctimas de la violencia eran lo que hoy se denominan “daños colaterales”, la democracia –recuperada apenas 3 años atrás- tambaleaba al borde del abismo, la situación económica era grave. Muchos –mejor, demasiados- pensaban que “cualquier cosa” sería mejor. Los años de plomo volvieron a demostrar –como tantas veces lo hizo la historia- lo torpe, limitado y peligroso de ese pensamiento.

Cada 24 de marzo –y muchos otros días del año- recuerdo mis propias pérdidas, las de mi familia, las de mis amigos, las de tantas personas que conozco y evoco también las de tantas otras que no conozco. Me conmuevo al acordarme de mi prima Alejandra, de la madre de Eduardo, de Fredy, de Martín, de Luis, de los miles y miles de seres privados de la vida o marcados para siempre por las pérdidas, los padecimientos o el exilio.

Miro y admiro, una y otra vez, a mi querida tía Chalita, símbolo viviente del amor y la constancia, de todo lo bueno que puede haber dentro de una persona capaz de sobreponerse, sin odios ni revanchismo, a la inabarcable tragedia de la desaparición forzosa de su única hija y de luchar para que NUNCA MAS la suceda lo mismo a nadie.

Por eso cada día me convenzo más de que el 24 de marzo es una fecha de toda la sociedad.

El momento de recordar el horror para asegurarnos de que no regrese, para que nuestros hijos, nuestros nietos y quienes los sucedan no tengan que sufrir una condena semejante. Para que asumamos, para siempre, que el respeto a la voluntad popular –expresada democráticamente ya que no conocemos nada mejor, más allá de las mil falencias del sistema democrático- es el único camino apto y válido para dirimir cualquier diferencia.