El menosprecio del esfuerzo: cuando anhelar la prosperidad es un pecado de gorila

En la Argentina actual, desde la dirigencia “se empareja todo para abajo”. El mensaje que baja desde el poder es que el esfuerzo es en vano, dice el filósofo Nicolás José Isola. Para pensar y actuar.

Mi historia no tiene nada de particular. Nací en una familia que, por su pasado, se decía de clase media, pero tenía un poder adquisitivo de clase baja. Mis padres no eran universitarios. Como tantos otros, tuve que pedir ayuda para poder crecer. A lo largo de mi vida, solicité, fui evaluado y gané diez becas de estudio para perfeccionarme. Solo, me hubiera sido imposible.

Este es el mensaje internalizado por muchos nietos de inmigrantes: terminar una carrera y buscar ascender socialmente por medio del estudio. Aspirar a más. Tal vez, por esto, cuando alguien habla de meritocracia escucho atento.

Días atrás, el Presidente dijo: “Lo que nos hace evolucionar o crecer no es verdad que sea el mérito, como nos han hecho creer en los últimos años, porque el más tonto de los ricos tiene muchas más posibilidades que el más inteligente de los pobres”.

Con liviandad, se asocia, sin más, la riqueza de nacer en una cuna de oro con meritocracia. También, se vincula la recompensa sólo con el dinero. ¿Meritocracia no es, sobre todo, la felicidad de un joven pobre entrando a la universidad por sus propios méritos?

Hay que crear igualdad de oportunidades y premiar el esfuerzo de nadar contra la corriente. Cualquier salmón lo sabe. Los profesores universitarios también.

En su libro “Elige tu propio Alberto”, meses atrás, el Presidente había felicitado a la UBA por su lugar en un ranking global. Un ranking es el ápice de la meritocracia institucionalizada. Fernández es una mamushka de contradicciones, siempre hay otra adentro.

No es que asombren estas inconsistencias. Un operador trabaja endulzando oídos en una oficina cerrada: le dice a cada interlocutor lo que quiere oír. El problema es cuando el operador llega al máximo cargo: todo se hace público y se termina hablando encima.

Ignorando cómo surge el progreso de una sociedad libre y moderna, asistimos al revival de un clásico: se etiqueta de cipayo a quien aprecia el mérito y, también, a quien intenta ahorrar en dólares. Se desprecia la generación de riqueza y se ensalza la pobreza. Anhelar prosperidad es un pecado gorila

El agravante de estas afirmaciones es el contexto en el que se formulan. En el menú ejecutivo de este “Cambalache Tour – 2020”, nos sirvieron, como entrada, reformas judiciales con una comisión a dedo; de primer plato, presos liberados, algunos de los cuales volvieron a delinquir y hasta a asesinar; y, de postre, toma ilegal de terrenos.

¿En medio de este contexto de desorden se elige atacar a la meritocracia? Casi un posicionamiento de principios. 

Sobre las tomas, el Presidente señaló: “aunque se tipifique la conducta de usurpación, no veo la voluntad de cometer un delito, veo la voluntad de sobrevivir de toda esa gente”.

El drama habitacional es indiscutible, pero es sugestivo que el abogado Fernández vea falta de mérito a la hora de cometer un delito en personas que se instalan en terrenos ajenos en medio de la noche con carpas y provisiones. Quizás, que cuenten con la ayuda de barrabravas portando armas sea un detalle menor. Minucias legales.

No hay que desligar el ninguneo de la meritocracia de este camuflaje permisivo. Se trata de una atmósfera turbia, de un “siga, siga”, mientras vuelan las patadas. ¿Cuanto peor, mejor?

La profundidad filosófica, ética y sociológica de que este tipo de mensajes se emitan desde el poder no es menor. De algún modo, un líder moldea la idea que se tiene de individuo y de sociedad.

Quien cree en la búsqueda del mérito valoriza su acción como constructora de su propio futuro personal y social, desplegando así sus capacidades para desarrollarse.

Es interesante que quienes bastardean la meritocracia son los mismos que nombran cancilleres que, sin el menor conocimiento sobre política exterior, terminan perdiendo casi todas las negociaciones.

En el barrio del aguante, se burlan del conocimiento experto. Y se implementa una especie de meritocracia invertida: emparejan todo para abajo, la cultura de la falta de esfuerzo

Se torna desolador que el ninguneo del ascenso social sea celebrado por aquellos mismos que, desde hace décadas viven de intercambiar bolsones con un poco de arroz y harina por votos. Un crimen que clama al cielo.

Hay que tener mucho cuidado con exaltar a la pobreza: a la mayoría de los pobres les duele serlo. Debemos ayudarlos a erguirse y a no tener que seguir dependiendo del Estado. La solución no es nivelar para abajo. Por eso, el reinicio de las escuelas se torna crucial para los más pobres. Cada día de estudio vale oro para intentar salir del hambre.

No es extraño que muchos argentinos estén emigrando: afuera su esfuerzo es valorado. Pocos países usan su aeropuerto como broma para la resolución de sus conflictos internos: “la salida es Ezeiza”, nos decimos jocosamente. Huir como salvación

El futuro de la Argentina precisa mucho más de estudio, voluntad aspiracional y esmero que de tomas. Prosperidad debería ser una palabra que usemos más a menudo en las escuelas.

Si los presos vuelven a robar, si se desprecia a la virtud del mérito y se relativiza al delito de usurpación, entonces, el mensaje que baja desde el poder es que el esfuerzo es en vano. Un mensaje que nos instala en la decadencia.

 

  • Por Nicolás José Isola. Filósofo, doctor en ciencias sociales y coach ejecutivo. Columna publicada en La Nación.