Los abuelos nunca mueren: sólo se hacen invisibles

Los abuelos no sólo cuidan; son el tronco de la familia extendida, la que aporta algo que los padres no necesariamente vislumbran: pertenencia e identidad

En los últimos cincuenta años nuestro estilo de vida familiar cambió drásticamente como consecuencia de un nuevo sistema de producción. La inclusión de la mujer al circuito laboral condicionó que ambos padres se ausenten del hogar por largos períodos, creando como consecuencia el llamado “síndrome de las casas vacías”. El nuevo paradigma condicionó que muchos niños quedaran a cargo de personas ajenas al hogar o en instituciones. Esta ‘tercerización’ de la crianza se extendió y naturalizó en muchos hogares.

Algunos afortunados todavía pueden contar con sus abuelos para cubrir muchas tareas: la protección, los traslados, la alimentación, el descanso y hasta las consultas médicas. Estos privilegiados chicos tienen padres de padres, y lo celebran eligiendo todos los apelativos posibles: abu, abula/o nona/o, bobe, zeide, tata, yaya/o, opi, oma, baba, abue, lala, babi… O por su nombre, cuando la coquetería exige.

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Los abuelos no sólo cuidan; son el tronco de la familia extendida, la que aporta algo que los padres no necesariamente vislumbran: pertenencia e identidad. Factores indispensables en los nuevos brotes.

Los abuelos no sólo cuidan; son el tronco de la familia extendida. Aportan pertenencia e intensidad

La mayoría de los abuelos siente adoración por sus nietos. Es fácil ver que, en su casa, las fotos de los hijos van siendo reemplazadas por las de los nietos. Con esta señal, los padres descubren dos verdades: que no están solos en la tarea, y que han entrado en su madurez.

El abuelazgo constituye una forma contundente de comprender el paso del tiempo, de aceptar la edad y la esperable vejez. Lejos de apenarse sienten al mismo tiempo otra certeza, que supera a las anteriores: los nietos significan que es posible la inmortalidad. Porque al ampliar la familia, ellos prolongan los rasgos, los gestos; extienden la vida. Ilusionan con que la batalla contra la finitud no está perdida.

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Los abuelos miran diferente. Como no suelen ver bien usan los ojos para otras cosas. Para opinar, por ejemplo. O para recordar. Como siempre están pensando en algo, se les humedece la mirada; a veces tienen miedo de no poder decir todo lo que quieren.

La mayoría tiene las manos suaves y las mueven con cuidado. Han aprendido que un abrazo enseña más que toda una biblioteca. Los abuelos tienen el tiempo que se les perdió a los padres; de alguna manera pudieron recuperarlo. Leen libros sin apuro, o cuentan historias de cuando ellos eran chicos. Con cada palabra las raíces se hacen más profundas; la identidad, más probable.

Los abuelos tienen el tiempo que se les perdió a los padres; de alguna manera pudieron recuperarlo. Leen libros sin apuro, o cuentan historias de cuando ellos eran chicos

Los abuelos construyen infancias, en silencio y cada día. Son incomparables, cómplices de secretos. Malcrían profesionalmente porque no tienen que dar cuenta a nadie de sus actos. Consideran, con autoridad, que la memoria es la capacidad de olvidar algunas cosas. Por eso no recuerdan que las mismas gracias de sus nietos las hicieron sus hijos. Pero entonces no las veían, de tan preocupados que estaban por educarlos.

Algunos todavía saben jugar a cosas que no se enchufan.

abuelos

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Son personas expertas en disolver angustias cuando, por una discusión de los padres, el niño siente que el mundo se derrumba. La comida que ellos sirven es la más rica; incluso la comprada. Los abuelos huelen siempre a abuelo. No es por el perfume que usan, ellos son así. ¿O no recordamos su aroma para siempre?

Los abuelos huelen siempre a abuelo. No es por el perfume que usan, ellos son así

Los chicos que tienen abuelos están mucho más cerca de la felicidad. Los que los tienen lejos deberían procurarse uno (siempre hay buena gente disponible).

Finalmente, y para que sepan los descreídos: los abuelos nunca mueren; sólo se hacen invisibles.

  • Enrique Orschanski. Médico pediatra. Especialista en infancia y familia. Autor del libro Pensar la infancia, y coautor con la psicopedagoga Liliana González de los libros Cre-cimientos (2011) y Estación Infancias (2013)

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