El “Ciclón bomba” o la “Bestia del Este” congelan buena parte del hemisferio norte mientras que el “dragón” sigue azotándonos con su poder de fuego en el hemisferio sur.
Nuestra creatividad a la hora de ponerle nombres a los brutales fenómenos meteorológicos que reflejan la magnitud del cambio climático está a la altura de la capacidad humana para generarlos.
La incidencia de la huella ecológica que la humanidad imprime al planeta es un hecho indiscutido, ratificado por el consenso científico global reunido en el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC por su sigla en inglés) y las resoluciones -tan claras como poco eficaces- de los organismos internacionales.
Las consecuencias ya las estamos padeciendo. La “demencia” meteorológica -que, en buena medida, hemos causado- incrementa las olas de frío polar y de calor extremo que alteran la vida, con virulencia cada vez mayor, en todos los rincones del mundo
Contemplamos las fascinantes imágenes de la nieve cubriendo Nueva York, los canales de Amsterdam, el Coliseo o la Torre Eiffel o incluso de los que intentan descender esquiando desde la colina del Sacre Coeur en pleno centro de París.
Recibimos a la vez las noticias de las numerosas víctimas de una inclemencia que no cesa en esas regiones a menos de tres semanas de la primavera.
En estas tierras esperamos ansiosos que el otoño concluya con las olas de calor agobiante mientras vemos con asombro y dolor la terrible sequía que altera por completo el paisaje y, sobre todo, las próximas cosechas de la gran pampa húmeda argentina
En “De animales a dioses“, apasionante obra de Yuval Noah Harari pensada como una breve historia de la humanidad, el autor nos recuerda que la vida apareció en la Tierra hace unos 3.800 millones de años. El género homo comenzó su aventura hace 2,5 millones de años y el homo sapiens (nuestra especie) lleva unos 200.000 años de existencia.
La revolución cognitiva y la aparición del lenguaje ocurrieron hace 70.000 años, otro género homo, los neandertales, se extinguieron sólo 30.000 años atrás y lo que llamamos historia de la civilización lleva apenas algunos pocos miles de años.
En otras palabras, como también se ha graficado, si condensamos la vida de la Tierra en las veinticuatro horas de un día, toda nuestra participación se reduce a menos de un par de minutos y los acontecimientos principales de la historia humana a escasas fracciones de segundo
Pese a esa aparente insignificancia, el poder destructor de los seres humanos ha sido creciente en su trayectoria por el planeta, se ha incrementado de un modo notable en los últimos siglos y multiplicado en las últimas décadas.
En paralelo hemos sido capaces de creaciones extraordinarias que bien podrían ahora servir para rescatarnos (y rescatar las múltiples formas de vida que conocemos) del abismo hacia el cual nos hemos dirigido.
La clave parece ser si seremos capaces de asumir realmente la magnitud del desafío, de comprender que -como no se cansan de señalar los científicos- la amenaza es de una dimensión difícil de exagerar y el tiempo para enfrentarla cada vez más escaso.
La dirigencia de todos los países debe hacerse cargo de su enorme responsabilidad, convocarnos a todos y establecer como prioridad esta tarea tan relacionada con la supervivencia, apuntando hacia ella el inmenso potencial de la ciencia y la tecnología
Dice el epílogo de “De animales a dioses” que “a pesar de las cosas asombrosas que los humanos son capaces de hacer, seguimos sin estar seguros de nuestros objetivos y parecemos estar tan descontentos como siempre… Somos más poderosos de lo que nunca fuimos, pero tenemos muy poca idea de qué hacer con todo ese poder… (parecemos) ser más irresponsables que nunca. Dioses hechos a sí mismos… no hemos de dar explicaciones a nadie… causamos estragos a nuestros socios animales y al ecosistema que nos rodea, buscando poco más que nuestra propia comodidad y diversión, pero sin encontrar nunca satisfacción.”
Se pregunta Harari en la frase del final: “¿Hay algo más peligroso que unos dioses insatisfechos e irresponsables que no saben lo que quieren?”
En otra obra de profundas reflexiones, “Breve historia del progreso“, Ronald Wright plantea que somos criaturas experimentales de nuestra propia creación.
El experimento, no ensayado antes, prosigue a gran velocidad y escala colosal pero necesitamos ponerlo bajo control racional con urgencia pues corremos el riesgo de dinamitar o degradar la biósfera de modo que no sirva ya para sustentarnos, en cuyo caso la naturaleza -dice Wright- se limitará a encogerse de hombros y a pensar que “fue divertido que los monos controlasen un rato el laboratorio pero, al cabo, no fue una buena idea”.
Mientras permanecemos encerrados a la espera de que el otoño en el sur y la primavera en el norte nos alejen un poco de los rigores extremos del cambio climático, tenemos una buena oportunidad de reflexionar sobre estos temas que ya inciden con fuerza en el presente y pueden determinar nuestro futuro.