La destitución del Gobierno del Partido Popular en España es, sin duda, un hecho histórico y no sólo –ni principalmente- porque haya sido la primera vez que prosperó allí una moción de censura parlamentaria.
Lo más significativo de la noticia que atraviesa las primeras planas en el mundo es el motivo por el cual Mariano Rajoy no es más el Presidente del Gobierno español: la corrupción comprobada y condenada por la Justicia
Hace apenas una semana la Audiencia Nacional de Madrid condenó en la causa “Gürtel” al PP como partícipe y beneficiario de una red protagonista de crímenes tales como sobornos, desvíos de fondos y adjudicaciones ilícitas de obras públicas. Le impuso una multa –al Partido Político- y condenó a 29 personas, entre ellos altos funcionarios del gobierno y del partido y empresarios que participaron de los negocios ilegales. Por sólo mencionar un caso, la condena al ex tesorero del PP, Luis Bárcenas, fue a 33 años de prisión.
La misma sentencia cuestiona como poco creíble el testimonio del propio Rajoy quien dijo que nunca se había ocupado de la contabilidad del partido y desconocía los crímenes perpetrados, ello pese a haber ocupado durante tres décadas altos cargos directivos.
Esa trama corrupta, que por cierto excede lo anecdótico y tiene evidentes raíces sistémicas, no impidió que el PP ganara las últimas elecciones aunque los hechos fueran conocidos desde hace tiempo. No olvidemos que cuando en 2013 Bárcenas fue imputado y comenzó a profundizarse la investigación, Rajoy le mandó su tristemente célebre mensaje: “Luis, sé fuerte” por el que tuvo que dar explicaciones públicas y en el Congreso. Nada de eso afectó los triunfos electorales posteriores del Jefe de Gobierno. Más aún, hasta hace escasos días su posición parecía inconmovible e incluso consolidada por los acuerdos que había logrado para hacer aprobar su presupuesto en el Congreso.
La gran mayoría de los análisis políticos de la noticia se centran en sus implicancias para la gobernabilidad futura y en la inestabilidad del nuevo gobierno, conformado a partir de una mayoría claramente coyuntural y con indudables dificultades en el horizonte.
Pocos se centran en lo verdaderamente novedoso y –ojalá así sea- auspicioso: en base a procedimientos indiscutiblemente democráticos y en el marco del Estado de Derecho, el Parlamento español ha destituido del gobierno a un partido comprometido como institución en gravísimos actos de corrupción
En diversas ocasiones destacamos desde esta columna que la corrupción se desarrolla en nuestro tiempo como un fenómeno de magnitud sistémica, lo que se denomina “la gran corrupción”. Organizaciones criminales asentadas en los más altos niveles se apropian de enormes recursos públicos, producen graves daños a la sociedad –sobre todo a los sectores de menores recursos, los que más necesitan del rol del Estado- y comprometen seriamente la vigencia de las instituciones.
Ahora bien, cuando la Justicia logra avanzar en el juzgamiento y condena de estos crímenes contra la sociedad, aparecen voces que alertan sobre los riesgos que ello genera. Se invocan posibles riesgos para la gobernabilidad o consecuencias económicas negativas. Se tiende a justificar o minimizar las conductas de los corruptos con cuya “ideología” el que opina se siente más cómodo o cercano o se cae en el argumento de generalizar el problema: como todos son corruptos al fin y al cabo no hay solución, debemos convivir con el problema.
Son razonamientos falaces pero, por sobre todo, absurdos.
No es posible convivir con una corrupción sistémica porque no sólo implicaría convalidar el robo de inmensas sumas que son de todos sino la destrucción de las bases de la democracia
La impunidad de dirigentes políticos corruptos y de los grupos del poder económico asociados a ellos la terminaría privando de legitimidad y abriría las puertas a cualquier aventura autoritaria. Bien sabemos que, en tal caso, lo primero en perderse serán los derechos más elementales de todas las personas.
Por eso lo sucedido en España puede marcar un hito en una lucha que se plantea como prioritaria en muchos lugares del planeta.
En ese sentido, dentro de una semana la Argentina recibirá una visita por demás destacada. Estará en Buenos Aires Deltan Dallagnol, el joven Fiscal General que encabezó la investigación del Lava Jato en Brasil, el hombre que dirige el equipo de fiscales que actúa en las causas juzgadas por Sergio Moro.
El Lava Jato es un verdadero ejemplo de cómo una Justicia independiente puede echar luz sobre los crímenes de corrupción y recuperar miles de millones para el Estado. Dallagnol es uno de sus motores, una muestra de compromiso en una tarea dura, difícil y muchas veces solitaria. Es de esperar que su mensaje de transparencia y vigencia plena de la Ley sea recibido por los fiscales y jueces argentinos.
Recordemos que las causas por los delitos cometidos en la Argentina por Odebrecht y otras empresas brasileñas, con participación de funcionarios y empresarios argentinos, siguen demoradas a la espera de que ambos países acuerden la incorporación de las pruebas logradas en Brasil. Mientras en otros lugares -como Perú o Ecuador- dirigentes emblemáticos fueron destituidos o están siendo juzgados, en estas tierras la lentitud es tan preocupante como irritante.
También aquí se escuchan alertas sobre los efectos de que esas causas avancen. Se habló, por ejemplo, de que el Lava Jato contrajo el PBI de Brasil y generó fuertes conflictos políticos.
Repitamos una vez más que la pregunta fundamental entonces no es cómo convivir con la corrupción sino como enfrentarla y, en primer lugar, como prevenirla. Sólo una firme decisión de la sociedad de plantear la cuestión como Política de Estado puede hacerlo
Vale volver a decirlo, cuantas veces sea necesario. Los corruptos no son “de izquierda” o “de derecha”, no hay con ellos acuerdo posible que no sea en sus términos, los que siempre demandarán la continuidad de la estructura y de las prácticas de corrupción.
Es así en España, en Brasil, en la Argentina y en cualquier otro lugar del planeta.
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