Comer sano, hacer treinta minutos diarios de ejercicio, usar el cinturón de seguridad o no fumar son decisiones personales que muchas veces cumplimos, otras veces nos cuestan y, otras, las dejamos de lado con la excusa de que lo decidiremos más adelante. En tal caso, nos decimos, el perjudicado es uno mismo. Pero… ¿Es completamente así? ¿No será que muchas de estas conductas, además, tienen un impacto en los demás, es decir, en la comunidad en la que uno vive?
En el ejemplo anterior, podríamos decir -para empezar, porque no es la única- que tendría la ventaja “social” de reducir la presión sobre el sistema de salud. Esto significa que muchas problemáticas sociales podrían reducirse si cambiásemos algunos comportamientos individuales. Y que las políticas públicas pueden ayudarnos a achicar la grieta entre lo que queremos (nuestras aspiraciones) y lo que efectivamente hacemos (nuestras acciones).
Modificar una conducta es un proyecto psicológico que se centra en las motivaciones que subyacen a ella. La psicología asume que es posible cambiarla si se modifican los distintos procesos que la controlan
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Dentro de este enfoque, la aproximación al cambio de conducta, desarrollada inicialmente por el psicólogo Kurt Lewin, asume que la misma depende no sólo de las actitudes y creencias sino también de dinámicas motivacionales de las que no siempre somos conscientes. Las intervenciones que apuntan a estas dinámicas motivacionales pueden ser efectivas en lograr que hagamos lo que queremos y estemos convencidos de que debemos hacerlo.
Desde este punto de vista, la conducta ocurre en un campo de fuerzas donde operan múltiples presiones. Algunas de estas nos llevan a actuar de acuerdo con nuestras metas, por lo que reciben la denominación de “motivaciones de aproximación”. Otras, en cambio, las llamadas “motivaciones de evitación”, nos alejan de nuestros objetivos. Nuestra conducta sería resultado de la tensión entre las dos.
Entonces, cualquier impulso colectivo de cambio debería partir de un análisis de las motivaciones que la están afectando en un momento determinado y de su equilibrio
Diseñar intervenciones que actúen sobre los comportamientos supone considerar lo que metafóricamente se ha llamado “impuestos y subsidios psicológicos”. Y, como tales, se los puede añadir o quitar. Claro que los mismos pueden no ser materiales (el respeto, la autoestima y la identidad, son ejemplos de impuestos psicológicos). Los incrementos en esos aspectos constituyen subsidios psicológicos.
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Veamos un ejemplo de intervención basada en el cambio conductual. En 1990 se desarrolló en Estados Unidos una campaña por la seguridad vial que tenía como objetivo reducir la conducción bajo efectos del alcohol. Un eslogan decía: “Los amigos no dejan que los amigos conduzcan alcoholizados”. El éxito de esta campaña en disminuir la fatalidad asociada al consumo de alcohol al volante puede explicarse en la pretensión de hacer sentir incómodas a las personas que dejan que otros conduzcan alcoholizados. Es decir, impone un impuesto psicológico: “Si dejás que tu amigo conduzca alcoholizado, no sos un buen amigo”.
Además, esta intervención ayuda a reducir las inhibiciones que muchas personas tienen al momento de enfrentarse a otros, porque la apelación intenta que se sientan más cómodas en no permitir que otro conduzca alcoholizado. En suma, la eficiencia de la intervención radicaría en vincular la acción deseada con un valor extendido muy positivo: ser un buen amigo.
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Los impuestos y subsidios psicológicos pueden ser tanto o más efectivos que los económicos. También es posible combinarlos y potenciar su efecto, como sería el caso de obtener ganancias psicológicas y monetarias por hacer el bien (un descuento en la tasa municipal para aquel que la paga en tiempo y forma). Sin embargo, en otras circunstancias, la relación entre los impuestos y subsidios psicológicos y materiales puede no ser tan directa.
Un subsidio económico puede producir una disminución en el comportamiento deseado al eliminar un subsidio psicológico. Por ejemplo, se ha argumentado que la donación de sangre podría reducirse si se compensara económicamente. Esto sucedería porque lo económico obturaría la gratificación psicológica del acto de donar.
Asimismo, se realizó un estudio sobre guarderías infantiles donde la imposición de un impuesto económico sobre una conducta indeseada aumentó su frecuencia en vez de reducirla. El problema era que madres y padres llegaban tarde a buscar a sus hijos, por lo que se decidió como intervención imponer una multa económica por cada retraso. Ahora bien, sorprendentemente en lugar de reducirse, las llegadas tarde se incrementaron.
Una interpretación posible para este resultado tiene que ver con que, al añadir la multa económica, se redujo el impuesto psicológico asociado a ésto. Es decir, quienes llegaban tarde ya no sentían culpa por demandar mayor trabajo a los cuidadores ni experimentaban un daño a su reputación, porque percibían que estaban pagando por un servicio extra.
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La evidencia científica, en particular de las neurociencias y las ciencias del comportamiento, puede impulsar un salto de calidad en la construcción de políticas públicas al aportar a un aspecto clave del proceso: conocer cómo son los destinatarios de las mismas y no cómo deberían ser o cómo se cree que actúan.
Por eso, un diseño de intervenciones sociales sobre las conductas individuales debe partir de un análisis minucioso de las circunstancias internas y externas que las motivan. Y comprender cada uno que las acciones personales impactan de una manera o de otra también en esa circunstancia del otro, de todos.
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