Colarse en la fila de las vacunas: “No quiero que mi papá se muera porque un vivo con los dedos en V se cagó en su comunidad”

La periodista y escritora Josefina Licitra compartió en redes sociales un mensaje que deberíamos amplificar todos.

Es un secreto a voces entre los médicos y las estadísticas empiezan a contar esta historia: en el último mes, a la esperanza que encendió la llegada de las vacunas le siguió un golpe de realidad que dolió como un tren de frente: tras un año de encierro y un montón de promesas incumplidas, los privilegiados y vivos de siempre se apropiaron de ese sueño colectivo, llenando de nubes, otra vez, el horizonte. Apagando los sueños. ¿El resultado? Depresión, angustia, tristeza, desolación… Bronca. Emociones tóxicas que el cuerpo expresa con enfermedades y síntomas de todo tipo.

La salud de mucha gente -física y emocional- no tenía resto para bancarse esta figurita repetida. Y la periodista y escritora Josefina Licitra le puso voz en Twitter a este dolor colectivo. Compartió en redes sociales la indignación y el dolor de quedarse sin recursos para seguir pidiendo a los padres y abuelos que tengan un cachito más de paciencia en un país demasiado acostumbrado al fraude, la corruptela y la más triste y repugnante impunidad.

vacuna covid

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Te invitamos a repasar el “hilo” que subió a Twitter y a no quedarte de brazos cruzados. Amplifiquemos su mensaje hasta convertirlo en grito.

“Carlos Pensa es el marido de mi vieja. Tiene 86 años. Toda la vida se comportó conmigo como un padre. Nunca fue melindroso ni quiso ocupar el lugar que la biología le dio a otra persona, pero me imprimió un rigor moral que desde siempre me sigue como una espada.

Cuando hace décadas, por caso, le ofrecieron dirigir la Aduana y le ofrecieron más guita de la que cualquiera de nosotros va a cobrar por un cargo, rechazó el puesto a sabiendas de que no iba a haber forma de galguear ese cargo sin salir con las manos manchadas.

Ese gesto, multiplicado por cientos, es Carlos, que ahora espera la vacuna como corresponde, sin tocar contactos personales y con el agotamiento y el miedo que le dan llevar un año entero de encierro. Hasta antes de la pandemia, Carlos fue un ícono de Tribunales.

Siempre le pregunto mis dudas legales -es un capo- y con ochenta y pico de años seguía yendo a Plaza Lavalle a mover juicios que sigue teniendo en capital, donde -a diferencia de provincia- todavía no está jubilado. Tema aparte es el de su jubilación de provincia: miserable.

Lo mantiene principalmente mi vieja, que tampoco es una piba pero aún no se jubiló y tiene la suerte de estar vacunada porque trabaja en un hospital público. Pero en cualquier caso la jubilación no es el tema: el tema es Carlos, como tantos viejos, esperando.

Viendo cómo ese resabio de vitalidad que le quedaba se le va secando y contrayendo como pasa con las cosas vivas que se parten al medio. ¿Cuándo le toca la vacuna? ¿Cómo avanza esa fila de la que no sabemos los números y que está llena de vivos que se cuelan?

Si Carlos, asmático y con un solo riñón, se enferma, se muere. Se muere mi papá, el marido de mi madre; se muere el abogado al que medio barrio le toca timbre sin pedir cita previa.

Claro que se va a morir igual, como todos. Pero no quiero que sea porque un vivo con los dedos en V se cagó en su comunidad -también en sus compañeros honestos, que hay muchos- y les birló a sus propios viejos unos años de vida.

Los viejos tienen derecho a despedirse bien, amorosamente bien, del mundo que construyeron. Vacúnenlos ya. Somos sus hijos”.

 

 

Merkel

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