Brian Winter es editor del sitio Americas Quaterly. Brian, que vivió unos años en Argentina, ahora vive en Nueva York. Ayer, luego de la tragedia que sufrió un grupo de amigos de Rosario durante un viaje con motivo de los 30 años de egresados, escribió una columna contando su experiencia de amistad en la Argentina. El texto, tapa del New York Times, comenzó a viralizarse rápidamente y habla de la capacidad de los argentinos para crear amistades que perduran en el tiempo.
La capacidad de los argentinos para crear amistades que perduran en el tiempo
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“Yo era prácticamente un niño, tenía 22 años, cuando me mudé a Argentina en el año 2000 con la loca idea de convertirme en periodista. Increíblemente, el Buenos Aires Herald no se apresuró a contratar a un texano sin experiencia, y la economía parecía estar un poco complicada. Solo conocía a dos argentinos, ambos encantadores pero mayores, con hijos y vidas propias. Así que pasé días sofocantes andando por las calles y usando el colectivo 60 (cruzaba toda la ciudad desde Constitución hasta Tigre por menos de un dólar y además te podías refrescar) mientras que devoraba empanadas, ñoquis y sandwiches de jamón con un presupuesto semanal de 70 pesos, que en esa época equivalían a 70 dólares.
Los fines de semana era cuando me sentía más desolado. Leía a Borges, Arlt y Mafalda. Me la pasaba viendo el Weather Channel en castellano y me aprendí la letra de una canción de Rodrigo. Finalmente, después de haber visto la posesión del presidente uruguayo Julio María Sanguinetti por televisión de principio a fin, decidí que tenía que buscarme una vida o regresar a casa.
Finalmente, dos cosas me salvaron. La primera, aunque es un cliché, fueron clases de tango, que se convirtieron en un buen hobby y, años después, en un libro. La segunda, mucho más importante, fue una docena de chicos argentinos de Temperley, un viejo suburbio ferroviario de Buenos Aires, a quienes conocí a través de un amigo en común que teníamos en Estados Unidos.
Ellos se conocían desde el colegio, pasaban los fines de semana jugando tenis, haciendo asados y yendo a boliches hasta las 5 de la madrugada. Tenían apodos ridículos como Wallet, Lobo y Boti. Me acogieron, por motivos que aún no entiendo bien, y me bautizaron “Caruso” por un actor infantil argentino de esa época, el único otro “Brian” que conocían.
Yo ya tenía mi grupo de amigos en Texas, pero rápidamente descubrí que
El talento argentino para crear amistades grupales que duran toda la vida es único en su clase
Estos chicos hacían todo juntos. Tenían chistes internos que databan una década (uno de ellos siempre “se iba a casar en primavera del año que viene”) y un lunfardo indescifrable. También eran honestos acerca de sus problemas, a veces sorprendentemente (los problemas con novias, las pérdidas de trabajos y las disputas familiares eran disecadas tanto con humor como con sutil compasión). Se iban de vacaciones juntos: Villa Gesell, Bariloche, los glaciares. Los acompañé varias veces, impresionado por la fuerza de sus lazos, convencido (correctamente, como comprobé después) de que este grupo seguiría junto, incluso después de casarse, tener hijos y carreras profesionales establecidas.
Pensé en estos chicos después del terrible ataque terrorista en la ciudad de Nueva York, donde ahora vivo. Entre las ocho víctimas fatales había cinco hombres argentinos, amigos del colegio que estaban en un viaje grupal para celebrar los 30 años de su graduación, justo el tipo de cosas que haría mi grupo de amigos de Temperley. Cuando vi la foto de esos amigos reunidos en el aeropuerto de Buenos Aires, usando camisetas que decían “LIBRE”, entendí de inmediato qué significaba este viaje para ellos. Por supuesto, iban a ser “libres” durante el fin de semana que iban a estar alejados de las presiones profesionales y familiares de la mediana edad, pero sé que eso era secundario. Antes que nada, esta era una oportunidad para mantener esos lazos, para volver a hacer esos chistes de hace tres décadas y para reír hasta las 5 de la madrugada.
Según los reportes de prensa, Ariel Erlij, de 48 años, tenía una carrera exitosa como un empresario del acero en Rosario, donde el grupo había estudiado. Les ayudó a sus amigos a pagar sus boletos de avión (un gesto nada pequeño en un país que apenas está saliendo de una dura recesión). Aterrizaron en Nueva York y luego viajaron brevemente a Boston, donde ahora vive un miembro del grupo. Volvieron a la Gran Manzana y decidieron hacer un tour en bicicleta del sur de Manhattan. Erlij y otros cuatro (Hernán Diego Mendoza, Diego Enrique Angelini, Alejandro Damián Pagnucco y Hernán Ferrucci) perdieron sus vidas. Uno de los sobrevivientes le dijo a La Nación: “Ellos esperaban este viaje desde hace mucho tiempo; no se puede creer que haya terminado así”.
He vivido en otros países latinoamericanos desde entonces y allí los lazos sociales son muy cercanos también. Pero, insisto, hay algo especial en Argentina. Muchas cosas han salido mal en su historia reciente: la brutal dictadura de los 70, la hiperinflación de los 80 y la devastadora crisis económica de 2001-02, que viví de primera mano (y que eventualmente cubrí en mi primer trabajo como periodista). ¿Por qué la gente no ha, simplemente, abandonado el país? Bueno, muchos lo hicieron. Pero esos argentinos que se quedaron te dirían casi todos que lo hicieron por esos lazos (familiares, sí, pero también con amigos del colegio o la universidad).
El talento nacional para forjar camaradería que dure toda la vida es seguramente lo mejor de Argentina. Verlo ahora en el epicentro de una tragedia internacional, en la ciudad en la que vivo… Lo siento mucho. Me rompe el corazón.”