“Soy médico. Mi vida profesional transcurre entre familias que cotidianamente me halagan confiando que acompañe el crecimiento de sus hijos, opine sobre rutinas familiares de crianza y que intervenga cuando están enfermos. Semejante tarea me genera iguales cuotas de responsabilidad y respeto, valores que intento devolver en cada encuentro.
En mi trabajo soy un privilegiado espectador de las dinámicas familiares. Cada consulta abre espacios de charla, de emociones, de muchas dudas y también certezas.
Compartiendo etapa tras etapa el desarrollo infantil pude comprobar que son posibles las alianzas terapéuticas, recurso por demás efectivo dentro del concepto de una Pediatría ampliada, donde todos pueden participar.
Todos significa los padres, abuelos, tíos y padrinos; docentes, directivos escolares y dirigentes comunitarios; los transportistas, porteros y cantineros de colegios; cuidadores y entrenadores deportivos, los policías y los bomberos, los vacunadores y los contadores de cuentos; los usuarios de Whatsapp e Instagram y los amigos de carne y hueso… todos.
Porque todos forman parte de la trama que construye salud o enfermedad de los niños, aun cuando lo ignoren.
Como pediatra, me resulta imposible ser ajeno a este enorme universo donde transcurren infancias y adolescencias y donde los equilibrios son inestables.
Por eso las consultas médicas con niños siempre resultan insuficientes; lasc harlas, siempre incompletas. Porque ni a familiares ni al pediatra les basta saber si creció, se alimenta bien, recibió las vacunas a tiempo o pasó de grado. Son otros detalles los que aportan calidad a los encuentros. Esas pequeñas singularidades que diferencian a cada uno y determinan que la búsqueda de signos y síntomas sea vasta y apasionante.
Comencé a escribir estas columnas para extender el tiempo de las consultas. Para poder reflexionar con detenimiento aspectos de la vida familiar, dando a potenciales lectores la oportunidad de repensar esos temas sin apuro, cuando ellos quieran.
Contra todo pronóstico las columnas se acumularon durante cuatro años. ¿Quién podría haber sospechado que habría tantos temas para plantear?
La hipótesis –una de ellas- que creo podría intentar una respuesta es que en la actualidad la cultura familiar ubica a los niños en el centro de la escena. Desde numerosas miradas, se los refiere como actores indispensables de la vida cotidiana, con sus necesidades, derechos, posibilidades, logros, carencias y capacidades especiales. Hasta quienes manejan las leyes del mercadeo los identifican como uno de los grupos con mayor consumo potencial de productos, apuntándoles sus cañones publicitarios.
Sin embargo, y a pesar de ese protagonismo innegable, nunca los chicos estuvieron tan solos. No me refiero a estar aislados o separados, sino entregados a la vorágine de una vida adultizada, con horarios y obligaciones similares a las de mayores hiperocupados, con entretenimientos programados.
Las agendas escolares comienzan demasiado temprano y se prolongan notablemente para la resistencia de los chicos. Precozmente tercerizada su educación, acumulan actividades que parecen borrar sus rasgos infantiles. Ellos cumplen con todo y demuestran energía suficiente, aunque en algún momento aparecen los síntomas que alarman.
Trastornos de sueño, desórdenes alimentarios, dolores corporales persistentes, gastritis, cefaleas y desinterés por juegos infantiles son los más frecuentes. Otros se manifiestan de manera más severa con insomnio, ataques de pánico, tendencia a la depresión y severas dificultades para interactuar socialmente.
Estos cuadros clínicos, antes privativos de personas mayores, son muestras flagrantes de que los bordes de las infancias comienzan a desdibujarse.
Escribo con el anhelo de aportar algo desde la medicina que devuelva la nitidez infantil. Estos son relatos esperanzados contra la desaparición de la infancia. No de los cambios inexorables que cada generación experimenta, sino de la pérdida de aquellas características que considero indispensables para definir a un niño: tener un mayor a su lado que lo ampare, tener energía suficiente para jugar y aprender, y poder pensar que algunas cosas son para siempre.
Escribo amparado en el respeto a sus derechos, tan declamados como violentados. Y escribo sin ser escritor porque siento que mi generación debe dejar registro de su época. Para cuestionar la maduración forzada, el apuro innecesario, las necesidades impostadas y el consumo banal. Pero también escribo para atestiguar que no es difícil devolver a los chicos lo sustraído, restituir lo que los define.
Ni más ni menos que la esperanza de transitar sus primeros años con paso infantil.