La sentencia que acaba de dictarse en la causa por la tragedia de Once, en Argentina, tiene una indudable trascendencia que permite calificarla de histórica. El gravísimo accidente ferroviario que costó la vida a 51 personas y causó más de 700 heridos, es un símbolo de las brutales consecuencias generadas por la corrupción y por el grosero incumplimiento de obligaciones esenciales, de los prestatarios de un servicio público y del Estado, a quien compete controlarlos.
Sabemos –y la sentencia lo confirma- que el accidente fue la derivación lógica de la pésima y negligente prestación del servicio y, lo que es mucho más grave, del desvío criminal de ingentes fondos destinados por el Estado a las empresas prestatarias con cuyo uso adecuado se hubiera evitado la catástrofe. Por dar solo un ejemplo, la lista de los gastos lujosos de los dueños de esas empresas pagados con dichos fondos o las dádivas (coimas en lenguaje vulgar) entregadas por ellos a los altos funcionarios que no los controlaron provocan indignación y repugnancia en proporciones difíciles de distinguir.
Una mirada jurídica conduce a comenzar por los derechos de las víctimas del accidente y por los de los millones de personas que necesitan de ese servicio y lo usan para su vida diaria. Para ellos la sentencia es un logro de Verdad y Justicia.
No se trata sólo de actos delictuosos, repudiables, que deben ser sancionados severamente, sino de crímenes perpetrados contra la sociedad en su conjunto
No se trata sólo de actos delictuosos, repudiables, que deben ser sancionados severamente, sino de crímenes perpetrados contra la sociedad en su conjunto y, muy especialmente, contra los amplios sectores, mayoritarios, de personas que no acceden al ejercicio pleno de los derechos y garantías que la Constitución, los Tratados Internacionales y las leyes les aseguran como piso mínimo de dignidad de vida. Esos sectores postergados, excluidos de los fuertes avances tecnológicos y las ventajas que la modernidad propone para un pequeño porcentaje de la población, son los más afectados cuando los funcionarios corruptos y sus indispensables cómplices del sector privado, por lo general vinculados con grupos de alto poder económico, estafan al Estado y se quedan con recursos legalmente destinados a cubrir aquellas necesidades.
La corrupción no tiene signo ideológico, no es “de izquierda” ni “de derecha”. Es un mal muy afincado en la sociedad –aquí y en el mundo entero, aunque en distintos niveles y escalas- que está casi naturalmente asociado al ejercicio del poder y a vicios humanos que encontramos a lo largo de miles de años de historia. Cuanto más concentrado está el poder, cuanto más se prolongan los mandatos de los funcionarios, menos eficaces son los controles, menor es la transparencia, más se aleja la idea de rendición de cuentas que debiera ser una de las claves del ejercicio de toda función.
Al cabo de eso se trata, de que los funcionarios –desde el Presidente de la Nación y hasta cada uno de los cargos con el más mínimo poder- asuman que son simples empleados de la sociedad, designados para cumplir las propuestas que la ciudadanía haya votado, dentro de los límites que la Constitución y las leyes imponen.
Será de sumo interés conocer los fundamentos de la sentencia de la causa por la tragedia de Once. Será fundamental que las responsabilidades se extiendan hasta cada uno de los involucrados en las decisiones, tanto políticas como empresariales, que condujeron al desastre.
También lo será que los responsables afronten de su propio bolsillo, como la Ley lo reclama, el pago de las indemnizaciones a las víctimas y la restitución de todos los fondos mal apropiados (nuevamente, en lenguaje vulgar, robados) al Estado. Esta faceta, la de la responsabilidad patrimonial de los corruptos –e incluso de quienes, sin llegar a serlo, obran con dolo o culpa en el ejercicio de sus cargos, violando así también las obligaciones que legalmente tienen- es vital; no sólo porque las causas por corrupción son interminables -14 años de duración promedio en la Argentina- sino porque si lográramos que los corruptos deban devolver lo robado sería un paso decisivo en esta lucha por los derechos de todos. Poco y nada se ha hecho al respecto a lo largo de nuestra historia y es hora de convertir la cuestión en prioritaria.
si lográramos que los corruptos deban devolver lo robado sería un paso decisivo en esta lucha por los derechos de todos
No debe haber enfoque político partidario ante temas como este. Poco importa la opinión que a cada uno merezca el gobierno bajo cuyo mandato ocurran crímenes semejantes. Lo importante es comenzar a terminar con la impunidad de quienes delinquen contra el conjunto social, sin importar quiénes sean o quiénes pretendan ser.
Mientras estrenamos un nuevo año y depositamos todas nuestras esperanzas en el 2016, valga un párrafo final sobre la institucionalidad y el respeto a las normas. Sólo dentro de ese marco podrán haber logros serios y duraderos. No hay atajos válidos ni tecnicismos que permitan soslayar los mecanismos institucionales porque el riesgo claro y evidente es el autoritarismo.
Nuestro país se acostumbró a vivir bajo una interminable emergencia y precisa con urgencia manejarse dentro de la regularidad y del imperio de la Ley. Necesita dejar de invocar lo extraordinario como regla y alejarse de la lamentable justificación de los medios en función de teóricos fines superiores que sólo determina una pequeña cúpula política, por sí y ante sí.
Nuestro país se acostumbró a vivir bajo una interminable emergencia y precisa con urgencia manejarse dentro de la regularidad y del imperio de la Ley
Un brindis comprometido con el Derecho y la Democracia propone terminar con el doble estándar y buscar honestidad intelectual y coherencia dentro de la Ley, como punto de partida para un país y un mundo mejor.