CAMBIO DE RUTA
Salió puntual de su casa, el reloj marcaba las 8.30, como cada día laborable.
Veinte minutos de caminata -saludable costumbre adquirida años atrás- le bastaban para llegar con cómodo margen a la oficina, donde comenzaba su jornada a las 9 en punto.
Vestía el traje gris, propio de los lunes y martes. Lo reemplazaba por el azul los miércoles y jueves. El viernes era día de atuendo casual: saco sport azul y pantalón gris, camisa sobria, sin corbata.
Caminó por su vereda –la izquierda, la de siempre– tres cuadras hasta la avenida. Dobló a la izquierda sin cruzar de vereda -nunca lo hacía, la oficina estaba de ese lado- y encaró las diez cuadras siguientes con la decisión de quien conoce su camino. Decenas de veces había repasado mentalmente el cálculo: entre ida y vuelta recorría cada día tres kilómetros y medio, incluyendo los cruces de calles transversales. Un ejercicio limitado pero constante.
Nunca supo de dónde surgió ese repentino cosquilleo, la insinuación de un desafío, un relámpago sobre el cielo despejado de la rutina; pensando en voz baja se preguntó: ¿Y si cambio de vereda?
La audacia del pensamiento lo obligó a detenerse por un instante; con esfuerzo logró continuar, aunque disminuyendo el ritmo habitual mientras incorporaba lentamente la idea. Algo distinto, nuevo en él, lo impulsaba a considerarla; quizás el sol que entibiaba la mañana de finales de invierno pero sólo de “aquel” lado; tal vez la cercanía de los cincuenta años que cumpliría en unos meses.
La decisión no fue sencilla, la seguridad de lo conocido era un punto fuerte a considerar y además estaba el problema de volver a cruzar al llegar a destino. Lo cierto es que al llegar a la esquina siguiente lo había decidido; ahuyentando la última vacilación esperó a que el semáforo le diera paso y cruzó la calle. Volvió a esperar el cambio de señal luminosa para cruzarla transversal y prosiguió la marcha por el nuevo camino.
Sentía el sol en el rostro y la brisa suave estuvo cerca de hacerlo sonreír; le tomó algunos metros recuperar su tradicional aplomo y alcanzar nuevamente velocidad crucero.
Habituado a mirar los vehículos de frente -otra ventaja del lado izquierdo- no pudo prestar atención al colectivo que subía a la vereda, descontrolado en su carrera con una camioneta que le negaba el paso. El brutal chirrido de los frenos apenas le dio tiempo a darse vuelta, azorado, para comprobar que el chofer había logrado detener la mole amenazante a menos de un metro de él.
Al borde del desmayo, atinó a apoyarse en la parada del colectivo que estaba a su lado y se quedó inmóvil, mientras algunos transeúntes lo ayudaban a sentarse en un umbral. La escena duró unos minutos, entre los insultos de varios al chofer -que rápidamente huyó del lugar- y los obvios comentarios que lo alentaban por haber nacido de nuevo o discurrían -con cierto regodeo macabro- detalles del horror no sucedido.
El shock había sido intenso y necesitó un rato para reponerse; se confundían la sensación desagradable del riesgo corrido con el arrepentimiento por haberlo asumido casi voluntariamente. ¿Qué locura lo había llevado a cambiar de vereda después tantos años?
Algo más lo angustiaba pero no lograba precisarlo. Lo atribuyó al impacto emocional del momento y al cabo se puso de pie, agradeciendo una vez más al encargado del edificio más cercano, el único que había permanecido a su lado.
Retomó su andar con la certeza de un problema irresuelto y maquinalmente miró su reloj pulsera; entonces comprendió, con horror, que iba allegar tarde al trabajo.
ATRAPADO
Fue un instante de indescriptible brevedad. Un vacío repentino absorbió todo atisbo de luz y movimiento.
Silencio y oscuridad asumieron de inmediato valores absolutos dentro de la hermética caja de metal, suspendida a una altura indeterminada, camino al piso 21.
El mundo se había detenido y el habitante de la caja estaba solo, aislado, ciego y mudo, inmerso en una pesadilla sin referencias.
Muy rápido sintió el ahogo; afuera la temperatura superaba los 35 grados, acompañados de una humedad muy porteña. Adentro, la inmovilidad y la angustia multiplicaban la sensación térmica.
Tras unos segundos de extravío, asumió que no había acostumbramiento posible; nunca había experimentado una visualización tan plena de lo oscuro
Ya desesperado, recurrió al tacto; buscó el tablero y empezó a pulsar cuanto botón sobresalía de la lisa superficie. Lo inútil del gesto no impidió que lo prolongara irracionalmente hasta cansarse.
Gruesas gotas caían de su frente; otras humedecían las escasas zonas aún secas de su camisa. Recuperó la voz -no tuvo claro si la había perdido u olvidado hasta entonces- y emitió un breve grito: “¡socorro!”; fue el único en oírlo y le sonó absurdo, ridículo.
Crecía la opresión mientras las imágenes de la tragedia de una humanidad a oscuras reducían aún más el escaso discernimiento que le quedaba.
Al borde del desmayo, estiró el brazo sin darse cuenta y se apoyó en la parte frontal de su prisión. Sin fuerzas ni esperanza intentó desplazar el mecanismo corredizo hacia la derecha.
Atónito contempló el escenario que se abría ante sus ojos, deslumbrados por la tenue luz del atardecer que aún bañaba el pasillo del piso 21 desde las ventanitas circulares. La puerta -bien aceitada- había cedido en el acto a su leve presión y el ascensor estaba detenido casi al nivel del piso.
El salto innecesario lo hizo perder el equilibrio y trastabillar, al reingresar al mundo conocido, del que había quedado afuera por dos minutos.
DESPEGUE
Presintió que era el momento. Una extraña calma lo envolvía.
La suave punta de la lapicera –de hermoso diseño, un lujo que se permitía- se deslizaba a gran velocidad por la infaltable bolsa de papel que, sabía, no iba a necesitar. En escasos instantes ocurriría.
La punta fina dibujaba las letras de las palabras antes de que él concluyera de pensarlas. ¡Debía terminar antes!
El suave carreteo insinuaba la brusca aceleración inevitable. Los pensamientos se sucedían, vertiginosos, descontrolados. Quería y no quería asimilarlos, comprenderlos.
Vio su vida transcurrir como un film alucinantemente real y veloz, sin tiempo para emociones ni juicios. El avión emprendió su feroz carrera y despegó de modo casi imperceptible, entre el viento y la lluvia.
No lo sorprendió el extraño ruido que acompañó la rápida ascensión. Tampoco el movimiento, de cierta intensidad, causado por la turbulencia.
En la tensa espera perdió la noción del tiempo. Al cabo nada importaba en esos instantes previos al final anunciado.
La serena voz de la azafata lo trajo de regreso a la realidad: a partir de este momento pueden utilizarse los dispositivos electrónicos autorizados… decía el rutinario mensaje que bien podría ser grabado.
Un suspiro profundo resumió la confusa mezcla de alivio y decepción. Otra vez será, dijo, como siempre después de cada despegue.