No hay que buscar lejos para hallar las causas de la decadencia argentina: esfumados los útiles fantasmas de amenazas exteriores al destino dorado de la Nación, nos enfrentamos hoy al espejo incómodo de un país que discute principios tan básicos que el resto del planeta los acordó hace cientos o hasta miles de años. Principios de una centralidad tan clara que a nadie se le ocurre debate alguno. Seamos claros: no hay invasiones inglesas, imperialismo yanqui, FMI o conspiración internacional alguna que nos permita justificar el vergonzoso nivel del debate público actual. En Argentina se discute si está bien ir a trabajar para cobrar un sueldo. Así de transparente y patético.
Ya no sirve -está claro- recostarnos en los viejos orgullos de un Sarmiento sembrando maestras normales en un país que casi ni existía, ni en las miles de historias de esfuerzo y sacrificio de los inmigrantes que arremangaban sus camisas antes de preguntar siquiera cuánto iban a cobrar por su trabajo: las guerras europeas les habían enseñado que trabajar, y muy duro, era el único camino para hacerse de un futuro. Si las cosas marchaban bien, los hijos además podrían progresar a través del estudio. Aplicando en ello el mismo tesón que sus padres, por supuesto.
Esa es la historia de los argentinos. Pero no el presente. Hoy coleccionamos montañas de derechos -tantos, que algunos hasta se contraponen entre sí- sin que creamos que a cambio haya alguna obligación que cumplir. Es más, pareciera que el último de esos derechos por los cuales es lícito reclamar -aún pisoteando al prójimo- es justamente no tener obligación alguna. Ni siquiera la de ir a trabajar para ganarse el pan.
En el sector privado, si uno falta a su trabajo tiene consecuencias. No crece, pierde chances de desarrollo profesional, arruina su legajo, y hasta es causa de despido justificado. Y está bien que así sea. ¿Cómo llegamos a que los sueldos que paga el Estado -es decir, todos nosotros, con nuestros impuestos, con nuestro esfuerzo sin derecho al ausentismo- sean para empleados que van cuando quieren, que tienen licencias por cualquier causa, que piden médico por nimiedades y que este dudoso profesional, muchas veces sin siquiera verlos, les justifica quedarse en casa como si nada? ¿Cómo llegamos a que los que trabajamos banquemos vagos? Y que encima cuestionarlo o indignarse con el tema sea ganarse el mote de gorila, insensible, oligarca o cualquiera de esos tantos calificativos que ubican en una supuesta “derecha” cualquier mínimo de razonabilidad, civilización y orden… ¿Cómo llegamos hasta acá?
La gobernadora Eugenia Vidal quiere llevar el debate a fondo. Ojalá pueda. Denuncia “abusos de las licencias”, un ausentismo tan alto que nos obliga, a todos, a pagar 14.300 millones de pesos por año en suplencias docentes, un montón de dinero que podría ir directo al bolsillo de los maestros que van a trabajar como corresponde. Como cualquier trabajador en cualquier lugar del mundo. Los gremios dicen no. Y algo similar dijeron los dirigentes de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) varias veces este año: para ellos, los empleados estatales sufren un “estado de sometimiento extorsivo por tener asociado parte de su salario al presentismo…”
Parece un chiste. No lo es. Muchos creen que no ir a trabajar es un derecho que nadie les puede quitar. Que merecen el derecho de no tener obligaciones. Esa es, despojada de excusas y discursos, la última exigencia de los gremios docentes bonaerenses.
Pobre Argentina.