“Chak, chak, chak”. La pala golpea una tierra que se resiste a hacerse pozo. A mi lado un grupo, con la misma camiseta, intenta lo mismo. Veo sus pozos crecer más rápido que el mío. Siempre el huerto del vecino es más verde.
Es un día frío de otoño, pero el sol ya empezó a calentar la mañana. Estamos en algún lugar de Escobar, a pocos pasos de una vía en funcionamiento. Es una especie de patio de tierra frente a una casita de material que tiene otra casita en el techo. Por ahora somos unos doce voluntarios, entre grandes y chicos, coordinados por dos jóvenes entusiastas de la O.N.G., Catalina y Julián. En breve llegarán más.
Mercedes está muy feliz. Un grupo muy grande y diverso de amigos respondimos a su convocatoria. Ella nos motiva todo el tiempo y nos mima. De mañana con facturas y bebidas. A mediodía llegarán las pizzas y empanadas. Todo el tiempo con mensajes y fotos.
Ahora, los que no están trabajando, porque no hay pozos ni palas para todos, conversan, mandan mensajes, se sacan fotos, toman mate, se los ve movilizados por una experiencia nueva: salieron del confortable hábitat del country para ayudar en un lugar periférico, muy lejos y muy cerca al mismo tiempo.
Los niños del grupo que nos acompañaron están con los ojos muy abiertos frente a un mundo totalmente desconocido, distinto
Los encandilan las vías del tren, tan cerca y tan real, y la cantidad de perros buenos, que para ellos son mascotas. Pasan del temor a la diversión. Quieren ayudar y trabajan de “topos”, sacando con sus manos la tierra de los pozos.
Las casas que se construyen son de madera, de tres metros por seis, y se hacen en en dos días. Nuestro turno es hoy, sábado a la mañana. Nos toca hacer los cimientos, o sea, tomar medidas, hacer pozos y fijar muy bien los troncos donde descansará el piso.
Los coordinadores hacen el trabajo de precisión, nosotros hacemos lo demás. Esta tarde se pondrá el piso, mañana temprano las paredes y a la tarde el techo
Sinforiano nos mira desde sus arrugas, acompañado de familia y vecinos que se sientan a observar el movimiento. En los descansos de la pala nos ponemos a conversar. Estamos en su casa. Hace diez años que llegó desde Caaguazú y trabaja de albañil.
Dice que es oficial, pero hoy no trabaja porque es sábado. Dice que aquí en Argentina hay mucho trabajo y que los que roban lo hacen porque no quieren trabajar. La casa que estamos haciendo es para su hija, Rosana, que vive en otro lado. El plan de ellos es que juntando a toda la familia gastarán menos y podrán ahorrar para poder hacer el pozo de agua. Por ahora, un vecino les presta una manguera y se arreglan como pueden.
Rosana está casada con Jesús, panadero como su padre, que hoy vino a ayudar. Ella dejó la escuela, octavo grado, cuando quedó embarazada a los 18. Ahora tiene 24 y tres hijos. Uno se llama Eduardo. Me sorprende mi nombre en ésta época pero Rosana me tranquiliza. Es por el Edward de la serie “Crepúsculo”. Así como la televisión llega a todos, “Un techo para mi país” también lo hace.
Nos sentimos conectados a otro mundo. Al mundo de la pobreza, al de quienes no lograron acceder a la educación, a la cultura. Los que viven marginados, con pocas oportunidades, en un ambiente duro, hostil, al que enfrentan trabajando y luchando por progresar
Son inmigrantes que nos recuerdan, nos deben recordar, la gesta de nuestros ancestros que vinieron en los barcos.
También nos conectamos al mundo de las ONG, de los voluntarios, de los que todavía creen que se puede cambiar ayudando a personas concretas y dan su tiempo y juventud para ello. Su fe y su entusiasmo nos invaden, cuestionan nuestra comodidad y nos invitan a un compromiso que, casi sin darnos cuenta, estamos aceptando.
Es un momento casi mágico, un encuentro con personas que siempre existieron pero no veíamos, que ahora están muy cerca. Un encuentro cercano pero del “primer tipo”.
No son extraterrestres, son nuestros vecinos. Y queremos que lo sigan siendo.