El título del último libro de Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía y ex Economista Jefe del Banco Mundial, entre otros antecedentes por demás conocidos y destacados, resume de modo contundente una de las cuestiones más decisivas de la agenda económica y política mundial: la desmesurada y creciente desigualdad existente en casi todos los países del globo, con algunas excepciones más que interesantes. La Argentina no escapa a ese grave problema que estructuralmente no se ha modificado en las últimas décadas.
Las cifras son demoledoras: el último informe internacional de la Oxfam, confederación de 17 ONG de sólido prestigio, establece que el 1% más rico de la población mundial ya posée el 50% de todo lo que se considera riqueza. Un dato paralelo es aún más impactante: las 62 personas más ricas del planeta –53 de ellas hombres- poseen la misma riqueza que la mitad más pobre (3600 millones de personas). En los últimos años la brecha no deja de crecer; en 2014 los potentados de esa ecuación eran 85 y en 2015 80; ahora basta con 62.
Los datos de los organismos internacionales y las consultoras internacionales son básicamente concordantes.
Stiglitz –quien recoge los aportes de otros grandes pensadores como los también premios Nobel Krugman y Amartya Sen y el francés Thomas Piketty, autor de la más detallada investigación sobre desigualdad titulada “El Capital en el Siglo XXI”- plantea en los ensayos compilados en su obra varias conclusiones importantes:
La desigualdad no es inevitable ni es se deriva de leyes inexorables de la economía; es consecuencia directa de las políticas y estrategias seguidas desde el poder
* Niveles tan extremos de desigualdad como los que hoy padecemos impiden un crecimiento económico sostenido y sustentable y ponen en riesgo el sistema democrático.
* Hay un círculo vicioso: el aumento de las desigualdades económicas se traduce en desigualdades políticas –más aún en sistemas como el de EEUU cuyo sistema político otorga poder ilimitado al dinero-. Las desigualdades políticas, a su vez, aumentan las económicas. El acceso a la justicia se ve también limitado en proporción a los recursos.
* La gran crisis financiera iniciada en 2008 no fue un hecho fortuito ni inevitable. Las desigualdades económicas y políticas contribuyeron decisivamente a causarla y el modo en que se la encauzó agudizó incluso las desigualdades. Baste recordar los cientos de miles de millones de dólares dedicados a salvar a los bancos “demasiado grandes para caer” y la paralela desprotección de los sectores más vulnerables, librados a su propia suerte.
Dentro del limitado espacio de una columna de opinión, cabe agregar un par de condimentos desde el punto de vista jurídico.
En primer lugar –y como varias veces lo destacamos- la existencia de un sistema financiero paralelo por el que circula un tercio de los dineros del mundo es clave para incrementar la desigualdad. Los paraísos fiscales posibilitan la circulación de los fondos provenientes de las más abyectas actividades (corrupción, narcotráfico, terrorismo, crimen organizado) pero a la vez brindan un esmerado servicio al gran capital concentrado y, en general, al “1%”. La evasión fiscal se canaliza a través de ellos privando a los Estados de recursos gigantescos (Oxfam los estima en 190 mil millones de dólares al año) que serían cruciales para cumplir los fines estatales y proveer al efectivo goce de los derechos y garantías que los Tratados Internacionales, las constituciones y las leyes aseguran a todas las personas y a los que una proporción alarmante –y también creciente- no accede.
En segundo término, los mismos paraísos permiten el abuso –delictuoso por lo general- de la mal llamada planificación fiscal. Mencionemos sólo dos ejemplos: varias de las grandes compañías estadounidenses declararon en 2012 ganancias en las islas Bermudas por 80.000 millones de euros, equivalentes al 3,3 por ciento de sus réditos globales aunque en esas islas realizan el 0,3 por ciento de sus ventas globales y el 0,01 por ciento del costo laboral global. Un pequeño edificio de tres plantas en Luxemburgo –país con una tasa de impuestos absurdamente baja- es la supuesta sede de…1.600 grandes empresas multinacionales (!) que usufructúan esa ventaja para derivar sus ganancias al pequeño país de medio millón de personas donde casi no realizan actividad.
Por último, los sistemas fiscales suelen ser regresivos. Los impuestos a las grandes fortunas y a los muy altos ingresos han decrecido en la mayoría de los casos para llegar a absurdos como el de Italia, donde la alícuota que paga quien gana 80.000 euros al año es la misma que la de quien gana 8 millones es la misma. Como recordó tiempo atrás Warren Buffet, dueño de una de las mayores fortunas del mundo, él pagaba en concepto de ganancias un porcentaje mucho menor que su secretaria. El escandaloso atraso en las escalas de ese impuesto en la Argentina es otra muestra del mismo problema.
Interesa resaltar que las sociedades más avanzadas de la Tierra, en cuanto al nivel de vida y al nivel de felicidad que sus miembros perciben sentir –por caso, los países escandinavos, Canadá o Nueva Zelanda, entre otros- tienen sistemas fiscales más progresivos, desigualdades sensiblemente menores, y un rol estatal por demás activo y eficiente, sobre todo en el contralor de cualquier desborde o abuso del poder económico. Sin duda otro modelo es posible y en un marco democrático de calidad superior.
La obra de Stiglitz –continuadora del aporte más sistematizado y desarrollado en la anterior, “El precio de la desigualdad”- alerta sobre un fenómeno que afecta fuertemente las condiciones de vida de la gran mayoría de la población y, lo que es más grave, pone en tela de juicio la legitimidad del Estado de Derecho democrático.
Es que, al cabo, niveles tan extremos de desigualdad reducen a la nada la igualdad de oportunidades y determinan, exclusivamente en función del lugar de su nacimiento, la suerte de las personas.
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