Las emociones dan sentido a nuestra vida. Es difícil imaginar vivir sin alegría, sorpresa, enojo, tristeza o miedo. Estas emociones básicas se encuentran presentes en la mayoría de los mamíferos, pero lo que nos distingue a los humanos es cómo las procesamos.
El miedo es seguramente la emoción que ha despertado mayor interés y ha motivado cientos de estudios científicos. En pocas palabras podemos definirlo como un estado emocional generado por un peligro o agresión próxima, que desencadena una sensación muy particular e intensa, como si el mundo se detuviera.
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Es una alarma que nos dice que tenemos que utilizar todos nuestros recursos para enfrentar a una situación que nos amenaza. Otra faceta del miedo es la ansiedad, que nos advierte sobre un posible peligro que aún no está presente.
Esto ocurre gracias a una habilidad única que tenemos de poder revisar el pasado y proyectar el futuro, una herramienta crucial para la supervivencia de la especie: resolver antes de que sea tarde, prepararse antes de que el peligro se desencadene. Sin embargo, ese mismo sistema de alarma puede fallar, al detectar peligros donde no los hay o cuando sobredimensiona los riesgos. Esto es lo que ocurre en los trastornos de ansiedad, uno de los desórdenes psicopatológicos más comunes en las sociedades modernas.
El miedo y la ansiedad componen un sistema emocional complejo que busca incrementar nuestra sensación de seguridad. Cuando nuestro cerebro detecta (o anticipa) una situación peligrosa, cede el control a sus mecanismos más “automáticos”, menos racionales.
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Muchas veces esta condición también es usada para lograr ciertos fines sociales. Si bien las diferentes emociones podrían guiar nuestras acciones, el miedo es una de las formas más utilizadas para el control social. Una sociedad realmente democrática y moderna no debería ceder ante tan primitiva estrategia de coerción.
El miedo no moviliza, más bien todo lo contrario, nos paraliza. Bloquea nuestros mecanismos racionales de toma de decisiones y nos hace vulnerables a quien promete salvarnos de la amenaza. También genera desconfianza y rechazo hacia lo que nos amenaza y simpatía hacia los que prometen protegernos.
Y como el miedo genera estos efectos en nuestra conducta, muchas veces los líderes la utilizan como estrategia para alcanzar o mantenerse el poder. Se convierte, por ejemplo, en moneda de cambio para las campañas electorales.
Los candidatos, en lugar de fomentar la unión y la cooperación para el bien común, buscan instalar la idea de que sus adversarios representan un riesgo presente o futuro, el mismísimo mal.
Así, alimentan la sensación de caos y desprotección posible, y, por oposición, fundamentan sus propias aptitudes. En este escenario, se intenta que las sociedades recurran a las opciones que prometen protección, pero que en realidad se alimentan de nuestro miedo. Mientras tanto, perdemos todos.
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Existen innumerables ejemplos históricos de líderes y movimientos que se han hecho fuertes a costa de instalar el miedo en sus comunidades. Y no hay que ir muy lejos: diversos líderes de nuestra región han basado sus campañas en las “amenazas” que supuestamente enfrentan sus naciones.
El miedo de la sociedad ante un año electoral
Estamos entrando en este año en un nuevo escenario electoral. Y, al pensar nuestro futuro, el miedo no puede ser nuestro guía. Porque esta emoción no permite el pensamiento claro y obliga a tomar decisiones abruptas e irracionales.
Al miedo se lo enfrenta con información creíble y conocimiento: comprender trae calma.
Las estrategias del miedo pueden ser desarticuladas con evidencias de su falsedad. Necesitamos líderes lúcidos que nos ayuden a encaminarnos tras las verdaderas soluciones.
Hay un tipo miedo al que le podemos ganar con políticas públicas de seguridad ciudadana más inteligentes y efectivas. Pero hay otros que solo se superan cambiando la forma con que, como sociedad, enfrentamos nuestros problemas y desafíos.
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En lugar de demonizar al que piensa distinto, los líderes deberían ayudar a que nos consolidemos como la comunidad solidaria que una nación debe ser. Frente a la política del miedo debemos oponer la política de la cooperación. Que no sea el espanto nuestro motor. Que nuestra fuerza colectiva sea el deseo de un futuro mejor para todos.
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