El miedo es uno de esos estados emocionales que hace que el mundo se detenga, que todo el resto del entorno entre en un compás de espera hasta que ese peligro sea resuelto de alguna manera.
Vivimos en un estado emocional. Cuesta imaginar cómo sería nuestra vida sin alegrías, tristezas, enojos o miedos. Las emociones constituyen una parte crítica de nuestra experiencia que adhieren color a nuestros estados mentales e influyen en nuestras conductas. También son claves para nuestra memoria, para tomar decisiones, para ayudarnos a evitar el dolor y a buscar el placer. En todo aquello que nos resulta importante están involucradas las emociones. Los antiguos griegos las llamaban “pasiones” y son las que nos emparentan con nuestras raíces animales. Nos atan a nuestro pasado evolutivo (tenemos hambre, miedo, instintos sexuales) pero, al mismo tiempo, nos hacen únicos dentro del reino animal.
La emoción es un proceso influido también por nuestro pasado personal que produce cambios corporales y de comportamiento. El estudio moderno de la emoción comenzó con Charles Darwin. Él fue quien se dio cuenta de que algunas emociones (el miedo, la tristeza, la alegría, la sorpresa, la ira y el disgusto) estaban presentes en diferentes especies animales y eran homólogas a las emociones humanas. Hoy sabemos que las estructuras cerebrales fundamentales para el procesamiento emocional son arquitectónica y funcionalmente muy parecidas en todos los mamíferos y hay quienes sostienen que estructuras similares se pueden encontrar también en reptiles, pájaros y peces. En otras palabras, la detección eficiente de estímulos relacionados con la supervivencia (como la presencia de alimentos, de potenciales parejas o de predadores) es algo que se fue desarrollando durante millones de años y que no se modificó demasiado. La diferencia entre los seres humanos y otras especies radica en el procesamiento de esas emociones (en especial en términos de “sentimientos”). Esto se debería al desarrollo de otras capacidades mentales complejas y su interacción con el sistema más “primitivo” de procesamiento de estímulos de relevancia biológica involucrados en la supervivencia de la especie. Además de las emociones básicas, hay emociones secundarias como la culpa, la vergüenza y el orgullo, que dependen del contexto cultural y social.
De estas emociones básicas, la que se ha estudiado con mayor detalle en las últimas décadas ha sido el miedo. El miedo es un estado emocional negativo generado por el peligro o la agresión próxima. Como referimos en los primeros renglones, cualquier otro estado emocional puede ser pospuesto; el miedo, no. Uno tiene que responder al miedo de manera inmediata; por lo tanto siempre se halla privilegiado en relación a otras emociones. La amígdala, un pequeño núcleo de neuronas situado en los lóbulos temporales de nuestro cerebro, desempeña un papel crucial en la detección y expresión de ciertas emociones, pero particularmente en el miedo. Individuos con lesiones en esta parte del cerebro tienen dificultad en reconocer expresiones de miedo en otras personas y presentan un déficit en su “memoria emocional”, es decir, carencia de memoria para eventos pasados personales que tuvieran una connotación emocional, especialmente negativa.
¿Cómo podríamos caracterizar la secuencia de eventos que nos suceden cuando sentimos miedo? Imaginemos el caso extraordinario de que un tigre hambriento entra en nuestra casa. ¿Qué es lo primero que nos sucede? Sin dudas, los cambios en nuestro cuerpo como el aumento de la frecuencia cardíaca y la sensación de terror y pánico. Estos dos procesos son diferenciables: el primero podemos medirlo de manera objetiva; el segundo, a través de un autorreporte que nos brinda la misma persona que lo experimenta, es decir, del procesamiento de la emoción. Ante un estímulo amenazante, se activa la amígdala, que actúa como una central de alarma en nuestro cerebro y se inicia una respuesta que involucra a nuestro organismo para la huida o la defensa.
Los humanos además contamos con un sistema más elaborado para protegernos: la ansiedad. El miedo (detectar y responder al peligro) es común entre las especies. Sin embargo, la ansiedad (técnicamente se llama así a un estado emocional negativo en el que la amenaza no está presente, pero es anticipada) depende de habilidades cognitivas que solamente han sido desarrolladas en el humano. Esta característica está dada por la habilidad única que tenemos los seres humanos de poder revisar el pasado y proyectar el futuro. Es así que podemos vislumbrar varios escenarios posibles en el futuro y recrear, a la vez, eventos del pasado que podrían haber ocurrido pero que no existieron realmente. Esta capacidad de proyección sobre el pasado y el futuro le ha otorgado a los seres humanos un instrumento crucial para su supervivencia: resolver antes de que sea tarde, prepararse antes de que el peligro se haga presente.
Pero, ¿qué pasa cuando experimentamos ansiedad frente a eventos que no son peligrosos en sí mismos? La ansiedad genera que, ante riesgos imaginarios, el sistema de alarma igual se dispare. Un ejemplo clásico es el siguiente: supongamos que estamos caminando por la calle y, súbitamente, aparece un ladrón que nos amenaza y nos roba la billetera. En esa vivencia sin duda experimentamos cambios corporales concretos como respiración agitada, palpitaciones, sudoración, entre otros síntomas. Esa reacción es el miedo. Un tiempo después, nos encontramos caminando por el mismo lugar y, aunque nadie nos amenaza ni nos roba, nos preocupa encontrarnos con un ladrón. La experiencia de transitar por ese mismo camino nos llena de preocupación.
Ese sistema de alarma puede no funcionar correctamente cuando no anticipa un peligro inminente, como en el caso antedicho de lesiones en el lóbulo temporal. Pero también cuando empieza a detectar peligros donde no los hay y a evaluar los riesgos en exceso. Esto último es lo que ocurre en los trastornos de ansiedad, los desórdenes psicopatológicos más comunes en las sociedades modernas. El factor común de esta patología es la evaluación exagerada de los peligros del ambiente, el miedo que paraliza. Una ilustración literaria de esto es la que narra el protagonista de “El corazón delator” de Edgar Allan Poe: “¡Es cierto!”, así comienza el cuento, “Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno.”
El miedo también afecta nuestra vida en sociedad, como sostiene el neurocientífico de la Universidad de Nueva York, Joseph Ledoux, quien postula: “El miedo puede, definitivamente, modular las situaciones sociales. Maridos, esposas, padres y profesores usan el miedo igual que los políticos para conseguir objetivos sociales. Éste no es un juicio de valor. Es justamente lo que hacemos. Sería mejor si usásemos formas menos aversivas de motivación pero precisamente porque el miedo funciona tan bien, es por defecto lo que más usamos“. Sería mejor, sin dudas, que ciertas emociones básicas positivas nos guiaran en las construcciones interpersonales y sociales de gran escala. Hay muchos ejemplos de esto en la historia y seguramente los habrá en el futuro. El miedo no moviliza, más bien todo lo contrario, encuentra su provecho en el toque de queda. Es a través del terror extremo como se construyen los sistemas autoritarios: la amenaza permanente a quienes no adscriben al mismo, el temor a la pérdida de la integridad. Esa estrategia primitiva de coerción dista mucho de lo que las sociedades modernas y democráticas mantienen como ideal. La comunidad solidaria que deben constituir las naciones tiene que ver también con saber curarnos los espantos los unos a los otros, y que, en todo caso, el que persevere sea aquel que supo cantar García Lorca: el miedo a perder la maravilla.
La charla TED de Facundo Manes sobre “El miedo”