Coinciden un día y se miran. No pueden dejar de mirarse. Es como lo habían soñado. Se acercan, hablan, y todo comienza. Se han encontrado, son para el otro. Se enamoran.
Tiempo después discuten. Piensan que todo es un error y se separan. Enseguida se extrañan. Se reencuentran y entonces sí, saben que el amor más grande es estar juntos.
Conviven. Comparten y juegan. Nadie como el otro; todo para el otro. En el momento indicado él la abraza; ella se marea. Enseguida comprenden que el amor más grande crece en la panza.
Nació. Es parecido a los dos. Aprenden a dormir poco, a comer a deshora y a postergar salidas. Ella quiere hacerlo todo bien. Él descubre, esperando comprar pañales, que sonríe porque el bebé existe.
Coinciden en lo importante y pelean por tonterías. Descubren el lado oculto de la pareja, que apareció con el nacimiento. Descubren, ojerosos, que el amor más grande es contemplar al hijo; dormido.
En poco tiempo nacen dos más. Todo ocurre rápido para ellos, que se sienten aún jóvenes sosteniendo tremenda familia. La casa es un torbellino de baberos, muñecas y mochilas. El vértigo se lee en los horarios, pegados en la puerta de la heladera. Sólo se ven con padres de compañeros del cole.
Los abuelos chochean, las tías comparan y todos opinan sobre la educación. No siempre, sí por momentos, confirman que el amor más grande anida en un cuaderno rayado de 24 hojas. O en la bolsita del Jardín.
Sin aviso, los hijos crecieron. La adolescencia atropella el hogar. Los antiguos rostros sonrientes de sus hijos son ahora puro fastidio. Las hormonas les cambian el cuerpo, pero sobretodo el humor. Los padres son súbitos ignorantes que “no entienden nada”. Los chicos se atrincheran en sus cuartos y nada parece proteger a los padres del enemigo surgido en las propias entrañas.
La familia replantea vínculos. Todos entienden, aún en crisis, que el amor más grande es tolerar, y estar ahí.
El tiempo se acelera y los chicos se han vuelto adultos. Cada uno, a su manera, busca la pasión. Aún viven bajo el mismo techo pero ya pensando futuros diferentes.
Un día el mayor, lleno de dudas, decide vivir solo. Los padres celebran y ayudan, mientras por dentro se desgarran. Se despiden felices, pero la casa no será la misma.
Lo extrañan tanto que hasta entienden que no llame (además, se ha enamorado).
Apenas el tiempo acomoda los cambios la hija segunda, la mimada, decide emigrar. Otra vez dolor por separarse y alegría por el valor. Les ayuda la experiencia, pero duele igual.
El tercero no piensa cambiar. Sigue sin planes y desordenando el cuarto como siempre, ahora con la complacencia de quienes saben que –también- algún día se irá.
Y cuando ocurre, los padres quedan mudos; llenos de tiempo, vacíos de ruidos.
Los dos, como al comienzo. Revisan la historia y descubren que el amor más grande es saber despedirse.
Cuidando esta renovada, íntima compañía, saben que es exactamente como lo habían imaginado.
No hablan; repasan fotos y décadas. Recuerdan sueños y discusiones, lloran cambios y huecos. Y los chicos por allá, chateando ilusiones, llamando de tanto en tanto, creciendo su propia vida.
Sin decir palabra, deciden también envejecer juntos. Confían en que, cuando se anuncien nietos, no habrá amor más grande que el por venir.
- Por: Enrique Orschanski. Médico pediatra. Especialista en infancia y familia. Autor del libro Pensar la infancia, y coautor con la psicopedagoga Liliana González de los libros Cre-cimientos (2011) y Estación Infancias (2013)
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