A pocas semanas de finalizar el año escolar, los padres (y, en consecuencia, los pediatras) asistimos a un sinnúmero de dolencias en los chicos, directamente asociadas con el cansancio y el sentimiento generalizado de presión porque hay que cerrar con éxito todas las actividades.
Los días calurosos agregan un condimento muy potente a la percepción de que ya no hay fuerzas para más. Si recordamos que iniciaron el año el 27 de febrero, completarán 10 meses y medio de obligaciones escolares, lo que en la mayoría de los casos se parece más a una exigencia laboral que a una rutina áulica.
Sin descanso. Los consultorios infantiles muestran un desfile interminable de cefaleas, dolores musculares, trastornos digestivos, golpes de calor, cansancio permanente, desinterés general y cada vez más frecuentes trastornos severos del sueño.
Es complejo abordar estos síntomas sin apelar al descanso, ya que en el final del ciclo se acumulan evaluaciones que condicionan la continuidad. Los chicos agotados no pueden faltar a clases ni a todas las otras actividades que los padres agregan en la apretada agenda infantil actual.
En tal caso, los pediatras apelamos a moderar las molestias o calmar dolores, pero no accedemos al fondo de la solución. Y es que, claramente, el fin de año ya llegó. Los estudiantes lo anuncian con todo el cuerpo y no pueden parar.
El mensaje no es escuchado por quienes podrían modificar esta realidad, quienes son los actores principales en la vida de un niño: padres, docentes, administradores. Tampoco por el Ministerio de Educación, institución destinada a hacer cumplir los plazos (con sus respectivos contenidos) con una lógica pétrea. Especialmente en esta época, en la que se pretende relacionar mejor aprendizaje con más días bajo techo escolar.
Necesidad social. Es fácil comprender que la extensión del ciclo escolar tiene más que ver con una necesidad social que con un objetivo pedagógico. Es imperioso contener a los chicos en la escuela porque, de otra manera, estarían expuestos al “síndrome de las casas vacías”, situación multicausal que surge por la prolongada ausencia de los padres, por razones laborales o por otras.
Es posible comprender el fenómeno, pero no necesariamente compartirlo. Las consecuencias están a la vista: chicos con escolaridad extendida, desconcentrados y cansados, que deben redoblar el esfuerzo en estas semanas para mostrar al sistema lo que aprendieron.
Finalizar a mediados de diciembre, pasar las Fiestas, disfrutar enero y de inmediato volver a pensar en el comienzo de clases del ciclo que sigue. Sólo el enunciado frenético ya resulta agotador.
Los chicos, aun los más pequeños, denuncian que el tiempo se ha acelerado, que todo pasa rápido. La percepción de fugacidad es un signo social negativo en cualquier comunidad en la que se pretenden procesos de enseñanza y aprendizaje progresivos y que respeten las etapas madurativas de sus integrantes.
En vías de extinción
Con intención pedagógica, hemos dado un nuevo paso para la desaparición de la infancia. La infancia como territorio independiente de la edad; mejor definido por la ingenuidad, la capacidad de sorpresa, los descubrimientos y el jugar y aprender.
Todo está en vías de extinción. Se ha hecho lo necesario para que los chicos hayan perdido esas virtudes; y que se hayan olvidado de sólo jugar y aprender. Les hemos robado lo más importante.
Les quitamos el descanso, los privamos del aburrimiento creativo, los alimentamos mal y rápido, los dormimos frente a pantallas y, finalmente, les acortamos las vacaciones.
Vacaciones: ese extenso período de crecimiento espontáneo, sano y salvaje que se ha perdido de modo irremediable en la urgencia institucional de sumar días de clase.
Es un robo escandaloso. No denunciarlo representaría ser cómplice del delito.
¿Cómo desarrollar un ciclo lectivo creativo que no agote? ¿Cómo vacacionar durante la semana para recuperar espacios de descanso? ¿Cuántos chicos bajo presión hacen falta para reaccionar?
Las respuestas están en nosotros, los mismos actores de siempre: padres, docentes y administradores. Mirando, más allá de la inercia cotidiana, lo que les ocurre a nuestros hijos.
Por: Enrique Orschanski. Médico pediatra. Especialista en infancia y familia. Autor del libro Pensar la infancia, y coautor con la psicopedagoga Liliana González de los libros Cre-cimientos (2011) y Estación Infancias (2013)
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