Luchar contra la corrupción es afianzar la gobernabilidad

En los últimos años ha quedado al descubierto un fenómeno de magnitud sistémica que produce graves daños a la sociedad y compromete seriamente la existencia de un Estado de Derecho democrático.

Es sabido que la corrupción está asociada al ejercicio del poder desde tiempos inmemoriales y en todo el mundo. Sin embargo en la actualidad –y en particular en Latinoamérica- ha alcanzado dimensiones estructurales para convertirse en lo que organizaciones del prestigio y trayectoria de Transparencia Internacional denominan “la gran corrupción”. Nos referimos a un alto nivel de organización criminal que se apropia de enormes recursos de los Estados en beneficio propio y priva, en consecuencia, a su población de derechos básicos que, en teoría, les asegura la Ley.

Las denuncias, las investigaciones periodísticas y –finalmente- la actuación judicial, en especial la desarrollada en Brasil a partir del muy destacable Lava Jato, han puesto en evidencia la dimensión del fenómeno y generado una profunda indignación social que reclama no sólo el juzgamiento de cada acto corrupto sino la recuperación de las inmensas sumas robadas por parte de quienes los perpetraron.

En este complejo contexto comienzan a escucharse en estos días planteos referidos al modo en que los avances de la lucha contra la corrupción pueden afectar a la gobernabilidad democrática

Algunas de esas voces alertan sobre la posibilidad de que todo concluya en un empoderamiento de sectores autoritarios o de personalismos demagógicos que aprovechen la descalificación de buena parte de la dirigencia. Se menciona como ejemplo lo sucedido en Italia donde tras las investigaciones del Mani Pulite se instaló en el poder Berlusconi, encabezando un gobierno caracterizado, justamente, por el grosero crecimiento de la corrupción a niveles aún mayores.

En Brasil la mayoría del Congreso sostuvo posturas similares para bloquear las fundadas acusaciones contra el actual Presidente Temer manteniéndolo en el cargo so pretexto de la gobernabilidad. Paralelamente se intentó e intenta descalificar a los Jueces y Fiscales que llevan adelante el Lava Jato o, cuando menos, limitar los efectos de una investigación que ya ha obtenido más de un centenar de condenas a destacados empresarios y políticos y recuperado miles de millones de dólares para las arcas públicas.

En la Argentina, muy lejos de esos logros, las causas por corrupción se eternizan, los tiempos de la Justicia están claramente condicionados por la política, la transparencia brilla por su ausencia y los escándalos se suceden, como fuegos artificiales que duran breves instantes y son rápidamente reemplazados por otros aún más vivos y fugaces. Recuperar activos de manos de los corruptos es un objetivo aún más lejano, tal como lo demuestra el polvo que junta el proyecto de ley de extinción de dominio en los cajones del Senado.

El reciente llamado a indagatoria a 49 ex funcionarios y ejecutivos de grandes empresas imputados por participar en uno de los grandes negociados vinculados al Lava Jato, el soterramiento del ferrocarril Sarmiento, puede ser un importante avance hacia el sistema de corrupción de la obra pública, que empezó a aflorar en algunas causas escandalosas como la de Baez pero sin profundizar hacia la estructura que lo sustentó desde el Estado y desde la actividad privada.

El argumento de la gobernabilidad parece digno de consideración pero sólo para quienes asuman que se puede convivir con una corrupción sistémica o, cuando menos, crean que es imposible enfrentarla.

Fenómenos tan grandes e instalados no se limitan a apropiarse de sumas gigantescas, a causar muertes –como en la tragedia de Once y tantas otras- o a privar a millones de personas de salud, educación y trabajo. Van mucho más allá, desnaturalizan la democracia y al hacerlo la ponen en riesgo. No hay modo de convivir con ellos

La democracia tiene, sin duda, múltiples defectos pero es, por lejos, la menos mala de las formas de gobierno que conoce la historia. Si en algo se basa la corrupción es en la concentración de poder y en la falta de control de los actos gubernamentales, justamente dos de los grandes males que un Estado de Derecho debe apuntar a remediar.

La pregunta fundamental entonces no es cómo convivir con la corrupción sino como enfrentarla y, en primer lugar, como prevenirla. La respuesta sólo puede darla una firme decisión de la sociedad de plantear la cuestión como Política de Estado, escrita así, con mayúsculas.

Es indispensable descartar, definitivamente, que los corruptos tengan signo ideológico, que sean “de izquierda” o “de derecha” y comprender que las estructuras de la gran corrupción están siempre dispuestas a acomodarse a cualquier nueva situación de poder coyuntural porque sienten que son ellas lo permanente

A eso –y no a la gobernabilidad- debe apuntar el cambio profundo que la Argentina y la región necesitan.

 

  • Alejandro Drucaroff Aguiar es abogado, especialista en ética pública. Escribe columnas en Derecho & Revés, en Buena Vibra, y en otro medios.