La antigua frase es cada vez más cierta: la realidad supera la más creativa y delirante de las ficciones. Esa sensación –por no llamarla certeza- provoca “La gran apuesta”(The big short en el original), una de las películas nominadas al Oscar este año.
Varios años antes del gigantesco colapso financiero de 2008, cuyas consecuencias siguen castigando a miles de millones de personas en todo el mundo, personas de diferentes orígenes que no llegan a conocerse, comprenden que la brutal crisis es inevitable y hacen su “gran apuesta” mediante operaciones financieras que les harán ganar fortunas cuando la caída se produzca.
Basada en hechos y personajes de la vida real, lo interesante –y demoledor- que la película pone en evidencia es que la crisis era absolutamente previsible, casi obvia para quien hiciera un análisis razonable y objetivo de la situación.
Los protagonistas del film, salvo el personaje que en forma maravillosa interpreta Cristian Bale, no son genios en finanzas o matemáticas ni tienen acceso a información privilegiada. Sencillamente, por distintas vías, piensan, suman dos más dos y, después de superar su propia incredulidad por el resultado, actúan en consecuencia.
Por supuesto –y ante todo- la crisis era previsible para sus principales beneficiarios, las grandes entidades financieras que multiplicaron hasta el infinito las “hipotecas basura” y, mucho antes del final, supieron o debieron saber que causarían al mundo la hecatombe, primero financiera y luego económica que al cabo generaron. También para las calificadoras de riesgo que adjudicaban, sin análisis serio y con el solo fin de congraciarse con sus clientes, los bancos, a cambio de suculentos pagos, altísimas calificaciones a títulos que no eran más que potencial basura, como los llamó luego el propio “mercado”. Por último, la película desnuda en una breve pincelada a los “organismos de control”, cuyo nombre suena casi como humorada, no sólo porque nada controlaban sino porque la preocupación de sus integrantes era… la de ingresar en alguna de las entidades que debían controlar para acceder a las mismas descomunales ganancias que en ellas se lograban.
Transcurrieron más de siete años desde el inicio de la crisis y el mundo sigue sufriendo sus inmensas consecuencias. Millones (y millones) de pérdidas de puestos de trabajo, billones (y billones) de dólares aportados por toda la sociedad (de EEUU primero, de todo el globo luego) para salvar a los bancos “demasiado grandes para caer”. La socialización de las pérdidas, para resumirlo en una frase, es una faceta de lo ocurrido.
La otra es la consolidación de los privilegios del pequeño sector que acapara una porción escandalosa de la riqueza y el poder mundial. Ese grupo que suele definirse como “el 1%” pero, como bien lo han esclarecido grandes pensadores como Krugman, Stiglitz o Amartya Sen, en realidad es apenas el 0,1% de la población de la Tierra.
Hoy los causantes de la crisis, los que estafaron al conjunto social y –salvo excepciones casi insignificantes- no respondieron jamás por sus gravísimas responsabilidades, penales y patrimoniales, son mucho más ricos y poderosos aún.
Otra gran película estadounidense, “Too big to fail”, en español, demasiado grandes para caer, exhibía hace unos años la impúdica y descarada conducta de los más altos ejecutivos del sistema financiero en los días de la caída de Lehman Brothers.
Si algo esencial nos recuerda la película –que, más allá de las muy variadas opiniones que puede generar en los espectadores, merece verse aunque solo sea para ejercitar la memoria- es que las crisis nunca las pagan los que las causan y, mucho menos, los que más tienen. La lección tiene indudable valor y actualidad, en el planeta y en la Argentina.
El final de “La gran apuesta” trae una nota de humor ácido que nos arranca una sonrisa triste y angustiada. Tras describir en pocos y contundentes datos las dramáticas consecuencias de la crisis, anuncia que los responsables de tanto daño a la humanidad fueron juzgados y condenados, el sistema financiero reformado y el riesgo de que el desastre se reitere definitivamente desterrado.
Tras un breve silencio concluye informando al espectador que, claro, era una broma.