“Dos cosas son infinitas: la estupidez humana y el universo; y no estoy seguro de lo segundo”
“Locura es hacer la misma cosa una y otra vez esperando obtener diferentes resultados”
Albert Einstein
La humanidad afronta un nuevo y gran desafío a partir de la pandemia del Covid19. Mucho se ha escrito en estos días sobre cómo enfrentar al virus cuya aparición ha alterado sustancialmente el modo de vida de las personas y forzado la adopción de medidas extremas –de consecuencias aún impredecibles- para enfrentarlo.
También se suman aportes más que interesantes de pensadores como Yuval Harari o Byung-Chul Han –entre muchos otros- que alertan sobre los riesgos derivados de la gran concentración de información sobre las personas en manos de los gobiernos –hoy muy necesaria para enfrentar la emergencia de salud global- y el enorme poder que de ello deriva.
En torno a la cuarentena se plantean multitud de enfoques, desde como sobrellevarla a cuál será la forma de salir de ella. El futuro de la economía –y sus efectos sobre la vida de cada uno- genera grandes y fundadas preocupaciones.
Sin duda todos esos temas son trascendentes pero quiero aquí plantear otra cuestión delicada y menos tratada.
Me refiero al origen de la pandemia y a un dato cierto: lo ocurrido poco tiene de sorpresivo o imprevisible
La miniserie documental “Pandemia”, estrenada por Netflix en enero de este año, puede bastar para resumir las reiteradas advertencias de científicos y especialistas que hace tiempo alertaban sobre la posibilidad de que virus aún desconocidos se convirtieran en gravísimos problemas de dimensión mundial. Los expertos propusieron estudios serios para prevenirlo pero no lograron los recursos necesarios a pesar de que esos fondos eran insignificantes en comparación con los riesgos, tal como hoy podemos constatarlo.
La información que brinda el documental se corrobora con decenas de fuentes científicas y académicas. El propio Bill Gates lanzó el alerta hace ya cinco años en una célebre charla TED hoy viralizada.
En rigor nada de eso puede sorprendernos porque un análisis de algunas de las peores tragedias de la historia ratifica la –triste- genialidad de las frases de Albert Einstein citadas al comienzo. Veamos algunos ejemplos notables:
- Las dos guerras mundiales –por sólo nombrar los mayores conflictos bélicos pues para cada uno de ellos vale el mismo concepto- son un ejemplo brutal y extremo de la capacidad destructiva de los seres humanos. Las guerras están casi siempre fogoneadas por intereses canallescos, despreciables y mezquinos de sectores de poder, tanto económico como político, por lo general estrechamente vinculados y, salvo excepciones aisladas, fueron y son evitables.
- El calentamiento global y el cambio climático, las mayores amenazas a la continuidad de la vida en la Tierra tal como la concebimos en nuestros días, son consecuencia de la contaminación que la humanidad ocasiona, agravada sobre todo en las últimas décadas. No cabe la menor duda de ello ni de la imperiosa necesidad de reducir ese inmenso daño ecológico. Es indiscutible la urgencia acuciante del problema y la certeza de que ya es imposible evitar muchos de los efectos dañinos que hemos generado. Sin embargo la cuestión ni siquiera figura en lugar destacado en la agenda de la dirigencia global que sigue conduciéndonos hacia el abismo con notoria irresponsabilidad.
- La gran crisis financiera que estalló en 2007/2008 fue otro acontecimiento por completo previsible y evitable. La voracidad de quienes manejaban –y manejan- los mercados financieros llevó a una absurda e insostenible multiplicación de activos virtuales, sin relación con la economía real y, muchas veces, basados en más que cuestionables respaldos de las mayores calificadoras de riesgo carentes de todo sustento. El final estaba anunciado hacía tiempo pero los intereses de los poderosos beneficiarios del sistema pudieron más. Las ganancias extraordinarias e injustificables siguieron hasta que la caída de Lehman Brothers, el gran banco de inversión fundado más de 150 años atrás, marcó el fin de una fiesta que, claro está, pagó el conjunto de la sociedad en casi todo el globo.
Una vez más el cine ilustra esos dislates mejor que cualquier texto. La gran película “Too big to fail” (demasiado grandes para caer, en español), protagonizada por un calificado grupo de excelentes actores estadounidenses, refleja cabalmente aquella escandalosa crisis que causó enormes pérdidas a cientos de millones de personas y un grave daño a la economía mundial. Los gigantes financieros no sólo no asumieron responsabilidad alguna sino que se afirmaron como más grandes y poderosos aún.
En ese marco es importante valorar la diferencia entre las catástrofes –es decir, los daños generados por fenómenos naturales que escapan al control humano- y las calamidades, desgracias y miserias causadas por los seres humanos o que, al menos, podrían haber sido evitadas por ellos.
Al igual que en los ejemplos anteriores, las evidencias indican que la pandemia actual poco tiene de catástrofe y demasiado, en cambio, de consecuencia por completo previsible del modo en que funciona nuestro mundo globalizado
Hace tiempo algunas de las mentes más lúcidas del planeta vienen destacando que la globalización carece de instituciones globales capaces de regularla.
En otras palabras, estamos totalmente interconectados y es imposible evitar que cualquier suceso importante en un punto del globo cause efectos, velozmente, en todo el resto. Los capitales circulan libremente pero sin reglas globales, aprovechando las diferencias entre las normas de cada Estado para obtener beneficios sustanciales. Salvo algunas excepciones, no hay leyes internacionales, tribunales capaces de aplicarlas ni instituciones que puedan hacerlas cumplir.
Como señaló Zygmunt Bauman, quien nos dejó el certero concepto de “modernidad líquida” para definir nuestro tiempo, los Estados nacionales son por completo impotentes para resolver problemas que, por definición, son globales. La pandemia es una nueva –y terrible- demostración de algo que es evidente pero la dirigencia sigue sin abordar.
Así lo demuestra el rol de la Organización Mundial de la Salud, entidad fundamental en la crisis actual a la cual sólo empezó a escucharse –y hasta cierto punto- cuando los países comprobaron que no había modo de salvación individual. Hasta ahora esa Organización fundamental fue desfinanciada y desoída y ni siquiera se cumplió el Reglamento Sanitario Internacional sancionado en 2005 y suscripto por casi todas las naciones.
Ante desafíos del tamaño de la actual pandemia o del cambio climático, las pugnas partidarias por alcanzar o mantener el poder no sólo resultan absurdas sino nefastas para la sociedad.
Las calamidades, es decir, las tragedias causadas por la acción humana que pudieron evitarse actuando a tiempo, no tienen signo político. A lo largo de la historia han sido ocasionadas indistintamente por gobiernos que se definían a sí mismos como “de izquierda” o “de derecha”
Los debates ideológicos y políticos serán siempre legítimos pero ante dramas de la magnitud de los que aquí mencionamos sólo pueden enfrentarse con acuerdos amplios, con verdaderas políticas públicas, en cada Estado y a nivel global.
Como punto de partida es preciso comprender que no estamos ante males de origen divino ni accidental sino, simplemente, ante las consecuencias de nuestros actos.
Si lo miramos de ese modo es claro que podemos tener cambiar y evitarlos. Quizás esa sea la gran oportunidad que nos plantea la dramática emergencia en la cual vivimos inmersos hoy.
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