Debemos comprender que la adicción a las drogas no se debe a un “defecto de la voluntad”, sino que se trata de una enfermedad médica que involucra cambios en los circuitos cerebrales que procesan las recompensas, el estrés y el autocontrol.
La adicción: una enfermedad de la cabeza
Esta enfermedad crónica se caracteriza por la compulsión a buscar y consumir una sustancia y, a la vez, por una pérdida de la capacidad de controlar o limitar el consumo: entonces, cuando el acceso a la droga se discontinúa, puede surgir un estado emocional negativo (malestar, ansiedad e irritabilidad) y síntomas físicos específicos para cada sustancia relacionado al período de abstinencia. Esto termina afectando la vida de la persona que la padece.
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Qué sucede a nivel cerebral
Las sustancias psicoactivas interfieren en circuitos neurobiológicos que tienen a su cargo la conducta motivada, la exploración y el aprendizaje. El consumo de la droga produce picos de neurotransmisores como la dopamina, mensajero químico relacionado con la curiosidad, la exploración y el placer.
La repetición de la experiencia placentera, así como la exposición a las situaciones que la facilitaron, va remodelando estos circuitos, produciendo un “aprendizaje” o reforzamiento. La adicción hace que el sistema de recompensa sea cada vez más insensible a la dopamina.
Esta dificultad para sentir placer se extiende también a otros estímulos. Con un sistema de procesamiento de recompensas dañado, la persona adicta pierde también la motivación por las actividades y relaciones sociales que antes le resultaban agradables.
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Además, en una segunda etapa, se produce una readaptación del circuito amigdalino, que impacta en un incremento de la reactividad al estrés y de la presencia de emociones negativas, tornando menos tolerables los períodos de abstinencia.
Al desvanecerse el efecto de la droga, la persona busca volver a consumir para escapar del malestar emocional que siente.
Se produce así una transición del consumo como “búsqueda de placer”, al consumo como “alivio del malestar”. Pero ese alivio es solo transitorio y, posteriormente, se genera un mayor nivel de malestar. Se pone en marcha así un círculo vicioso.
En una tercera etapa se ven afectados circuitos frontales, involucrados en los procesos de toma de decisiones, autorregulación, detección de errores, inhibición de respuestas y flexibilidad cognitiva.
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Esto hace que la persona adicta no pueda “resistirse” a la urgencia por tomar drogas. De esta manera, los cambios en los circuitos de recompensa y del procesamiento emocional, junto con las alteraciones frontales que afectan la autorregulación, crean un desbalance que lleva al consumo compulsivo y a la incapacidad de detenerlo voluntariamente, a pesar de sus consecuencias.
¿Es sólo una enfermedad de la cabeza?
Decir que la adicción a las drogas es una enfermedad que está asociada a disfunciones en circuitos cerebrales específicos no implica minimizar los factores sociales o ambientales involucrados.
Se trata de una enfermedad biopsicosocial, es decir, de una combinación de factores genéticos, biológicos, ambientales y sociales que hace que algunas personas sean más vulnerables a sufrir una alteración en los circuitos cerebrales que subyacen a la adicción.
Por eso, la investigación sobre los factores que se relacionan con la vulnerabilidad a la adicción es crucial para pensar estrategias de prevención e intervención accesibles y efectivas.
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Entender la adicción como una problemática de salud contribuye a que, entre todos, podamos reducir el estigma, la culpabilización y la criminalización de la persona que la padece. Y colaborar para que se sane.
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