Javier Castellano, nacido en Córdoba, Argentina, se fue en 1999 con su título de Diseño y Fotografía a vivir a Barcelona y le fue muy bien. Trabajaba para empresas multinacionales, y recorría el mundo generando megaproyectos digitales, logrando una muy buena situación económica.
A los 34 años sintió que no podía seguir viviendo bajo tanta presión laboral, que no quería eso para él por más viajes que pudiera hacer, y decidió volver a Córdoba, pero no a la ciudad grande sino a una aldea rural al pie de la sierras, que él llama “un pequeño paraíso”.
Este lugar es un paraje de 50 habitantes llamado Los Algarrobos, en Nono, Traslasierra, lugar en el que Javier había pasado todos los veranos de su infancia. Le compró a una familia conocida un campo de 11 hectáreas, diseñó una casa de piedras con un horno de barro y una huerta, se tomó un avión y regresó. Y cuenta que:
“Mi idea era integrarme a la comunidad, empezar a conocer a la gente, así que me presenté en la escuela rural”
La escuela tiene una sola maestra, que al mismo tiempo es directora, y un aula en la que estudiaban, juntos, 16 chicos de diferentes grados. Y agrega:
“Cuando llegué vi que el gobierno les había mandado unas computadoras pero que nadie sabía usarlas, ni los chicos ni la maestra. Entonces les dije ‘bueno, no se preocupen, yo puedo venir a enseñarles, no necesito que me paguen”
La comunidad, en poco tiempo, empezó a llamarlo “el profe” y ahí mismo, en esa escuela rural, conoció a “Gabrielito”.
“Él tenía 5 años, estaba empezando el jardín”, recuerda. Gabriel se había criado arriba, en la sierra, con su abuela. Sus padres eran analfabetos -su madre, además, tiene una deficiencia cognitiva- y se lo habían entregado a esa abuela a los 20 días de haber nacido.
Adela vivía para él, era su tesoro. Ella vivía en el medio del campo, también era analfabeta y se las arreglaba con lo que tenía. Y cuena que:
“Cuando Gabrielito empezó a caminar ella lo ponía en el corral de las cabras y él se agarraba de las cabritas y las usaba como andador”
Adela entendió que Gabriel tenía una chance de no ser un niño analfabeto. Por eso, cuando llegó el momento, bajó con él al paraje y consiguió que le prestaran una piecita -sin agua, sin luz, con piso de tierra-, y allí se instalaron para que Gabriel pudiera estudiar.
“No tenía subsidio, jubilación ni nada, no sabía manejar dinero, pero esa mujer daba la vida por él”
El “profe” y Gabrielito, como todos lo llaman, empezaron a tejer un vínculo.
“Venía a mi casa, yo lo iba a visitar, le llevaba regalos para el cumpleaños, a él nunca le habían festejado un cumpleaños. Todo se fue dando naturalmente”.
“Cuando lo conocí era un nene del campo, casi en estado salvaje. Cuando veía gente se escondía. Y sin embargo, él tenía algo diferente, había padecido cosas muy feas pero era un chico totalmente alegre, de esos chicos que te muestran que la alegría es una cuestión del espíritu”
“Teníamos un vínculo hermoso los tres. Ella venía, llevaba verduras de la huerta, hacíamos pan en el horno de barro. Hasta que un día nos enteramos de que estaba enferma; cáncer de cuello de útero“, y la vida de los tres giró hacia un lugar inesperado: Adela yendo y viniendo con Javier a Córdoba para tratar de salvar su vida con sesiones de quimioterapia; el nene quedándose a dormir, provisoriamente, en lo de su profesor.
La abuela volvió a Los Algarrobos tan enferma que ya no pudo ocuparse de Gabriel, y tampoco estar sola. la comunidad decidió llevarla a un geriátrico y al poco tiempo murió.
Para decidir qué hacer con Gabriel, se reunieron representantes de la Secretaría de Niñez, Adolescencia y Familia, de la Policía, de Acción Social, la jueza de Paz y todas las familias de la aldea.
“Yo pensaba, bueno, tal vez alguna de las familias que ya tiene hijos puede cuidarlo también a él”, cuenta Javier. Pero nadie se ofreció.
“Seríamos egoístas si tenemos al lado a un niño que nos necesita y no le damos una buena vida”
Y ahí fue que Javier dijo:
“Yo, yo me hago cargo. No se puede ir de acá. Este es su lugar, ésta es su escuela. A esa altura yo ya sabía que no iba a soltarle la mano”
Como vieron todo lo que Gabriel había mejorado, le dieron la guarda provisoria. Primero por dos años, después la extendieron un año más.
“Se integró a toda mi familia, a mis viejos les dice abuelos, mis hermanos son sus tíos, mis sobrinos son sus primos.
Y todos los veranos nos vamos todos juntos de vacaciones a Valeria del Mar”.
Javier se hizo cargo de él y, al mismo tiempo, siguió llevándolo a la casa de sus padres biológicos para que no perdiera el vínculo ni con ellos ni con su hermano.
Pero la fecha de vencimiento de la guarda empezó a acercarse y el maestro empezó a preocuparse. “El nuevo Código Civil dice que quienes tienen niños en guarda no pueden adoptarlos. Yo estaba angustiado por mí pero más preocupado por él, por lo que iba a significar otra pérdida en su vida”.
El juez, esta vez, tenía que decidir si declaraban el “estado de adoptabilidad” del nene (para que alguna familia inscripta en el Registro de adopción pudiera adoptarlo) o le permitían a Javier que siguiera los pasos para convertirse, legalmente, en su padre.
“Esa noche no dormí, me leí el Código Civil de arriba a abajo”, dice. Javier se sentó frente al juez y dejó en claro que él estaba dispuesto a adoptarlo.
El juez le preguntó a los padres biológicos qué querían hacer y ellos estuvieron de acuerdo con que el maestro siguiera criándolo
Cuando le preguntaron a Gabriel si quería irse con otra familia -y le explicaron que eso significaba que tal vez no iba a ver más a Javier, a sus padres biológicos, a su hermano y probablemente no iba a ir más a su escuela-, dijo que no.
Gabriel se largó a llorar frente al juez y los hizo llorar a todos. Lo que quería -dijo- era quedarse con “Papá-profe”, como lo llama
“Yo le dije al juez, ‘mire, yo he hecho todo para que él esté bien, lo he hecho bien o mal, pero he hecho todo lo que he podido. Cada día, desde que me levantaba hasta que me acostaba, he tratado de estar a la altura de las circunstancias y ahora usted, solo usted, es el responsable de que Gabriel siga estando bien”.
El juez de Cura Brochero, José María Estigarribia, dictó una sentencia que ya es considerada “ejemplar” entre los abogados especialistas en el tema: como habían tratado de revincular a Gabriel con sus padres biológicos y no habían tenido éxito y como, desde la muerte de Adela, no había más familiares que pudieran adoptarlo, se amparó en la figura del “referente afectivo”.
El juez consideró que Javier Castellano era para el nene un referente afectivo, que tenían una relación similar a la de un padre y un hijo, que estaba integrado a su familia y que separarlo de él para darlo en adopción iba a significar para Gabriel un “dolor irremediable”
El 27 de marzo, finalmente, le dio a Javier la guarda preadoptiva del niño, que ya tiene 11 años.
Una historia con final feliz. Un hombre que había andado libre por el mundo, para quien nunca había sido un tema tener hijos biológicos, logró que la Justicia avalara lo que ya eran: una familia.
“El juez tuvo en cuenta que nuestro vínculo era de antes. Yo no estaba buscando a un chico para adoptar, sucedió así”
Por lo general, cuando alguien adopta es decisión de los padres: un adulto que quiere tener un niño al que todavía no conoce. Esto fue otra cosa, fue una decisión mutua: