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Por qué “madre” es mejor que “madraza”: el valor de entregar a los hijos a la vida

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Digamos que mejor es ser madre que “madraza”. Vale la reflexión poco antes del gran día, el de la madre, que suele mover emociones. Hay una suerte de moda cultural que apunta a pensar que, si una madre se preocupa y angustia mucho por sus hijos y les “está encima” siempre y en todo lugar, es mejor madre que aquella que no vive alarmada en relación a los críos y ejerce la maternidad de manera más sobria, pero no menos amorosa.

Es verdad que expresar lo anterior ubica a quien lo hace en zona de riesgo. “Nadie se atreva a tocar a mi vieja” cantaba Pappo, y en un país edípico como pocos, decir algo contra la idea de la “madraza” como modelo a seguir puede generar rispideces y críticas.

Pero dado que en la vida hay que asumir algunos riesgos, acá se dice que la idea de una maternidad ejercida a modo de epopeya, que defiende a la cría cual leona, y hace ostentación de dicha actitud, a veces sobrecarga los circuitos, y pareciera competir con aquella maternidad quizá menos protagónica, pero no menos eficiente y cariñosa de muchas mujeres que se toman las cosas con un poco más de tranquilidad, más allá de que llegado el caso de algún peligro real, serían capaces de todo para cuidar a su prole.

¿Quién podría poner en tela de juicio el afán de “cuidar a los pollos” que la mayor parte de las madres tiene, a partir del amor que sienten por su progenie? Sin embargo, este deseo convendría ejercerse con la idea de que la finalidad de ese cuidado dispensado es que, llegado el momento, los “polluelos” rompan el cascarón y emprendan caminos de creciente autonomía.

Está en la madre saber cuidar, nutrir, cobijar, contener y también pujar, llegado el momento, para que el chico salga a la vida, alejándose de aquel líquido amniótico en el que flotaba despreocupado.

En el sentido literal del parto, o como metáfora de los sucesivos pasos del crecimiento de los hijos en los cuales la madre “empuja” al chico a crecer, el pujo materno es símbolo de esa fuerza que trasciende el miedo y confía en la vida, al punto que suelta cuando tiene que soltar, y no por eso es menos amorosa, cuidadosa o prudente en relación con la prole.

Si ser “madraza” es defender, cuidar, cobijar, nutrir, pero también pujar, marcar territorios, nutrirse emocionalmente no solamente de los hijos y abrirle a éstos la puerta para que salgan a jugar y valerse de sus propios recursos, bienvenida sea la idea de una maternidad “superlativa”.

Si se trata solamente de estar sobre los hijos, sobreactuar el rol, preocuparse muchísimo con la idea de que una madre muy preocupada es una mejor madre que una que no se atormenta tanto , habría que arriesgarse y decirlo de nuevo: mejor madre que madraza.

El rostro de la madre, su estado de ánimo, su pulso emocional, marca el ritmo anímico del hogar. No es un decir edulcorado ni una lisonja de esas que abundarán en estos días, sino un hecho no solamente real, sino muy importante.

Por eso, el ánimo de una maternidad más serena, menos alarmada, más generadora de confianza que “defensora” ante un mundo visto solamente como hostil y nunca hospitalario, es determinante de una fluidez saludable entre los miembros de una familia.

La sacralidad de la función materna está dada por el misterio que anida en esa fecundidad biológica, pero, sobre todo, emocional y espiritual (que se percibe en quienes adoptan, por ejemplo) que alimenta la vida de los chicos y la hace sustentable. Vale celebrar esa fuerza y esa capacidad de sostener lo vital desde el amor. Un amor que confía y ofrece confianza como alimento, para que los hijos se lo lleven en el bolso al emprender el camino hacia ese destino que los está esperando.

 

  • Por Miguel Espeche. Psicólogo y psicoterapeuta. Autor del libro Criar sin Miedo.

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