Los niños miran su entorno y aprenden de los demás. De otros niños, a ser niños; de los mayores, a crecer. En tanto perciben el contraste de edades, gestos y actitudes de quienes los rodean, descubren que existen diferentes etapas en la vida, cada una con su brillo; cada una con su valor.
Desde pequeños observan a los hermanos mayores, registrando “cómo se es más grande”. También miran a los padres, aprendiendo de ellos el afecto y la provisión. Y a sus maestros, que les ofrecen conocimiento y pasión.
¿Pero qué modelos de ancianidad reciben los chicos en una cultura que idealiza la juventud al tiempo que oculta la vejez?
No pocos chicos crecen rodeados por adultos que ocultan su edad, maquillan los cambios naturales y persiguen la lozanía eterna. La vejez parece haber dejado de ser otra etapa vital para convertirse en una enfermedad a combatir. Un deterioro a esconder.
En una época de mayor expectativa de vida, muchos viejos son precozmente desplazados cuando dejan de ser productivos o cuando se desentienden del apuro general, aunque les sobren energía y proyectos.
La misma palabra viejo está hoy teñida negativamente. Se piensa en algo viejo como inútil, que ya no sirve; no en algo valioso y experimentado. Los eufemismos tercera edad, adultos mayores, o abuelos sirven para suavizar las formas, pero la discriminación resulta innegable.
Viejo suena diferente si lo pronuncia un hijo o nieto, por lo que se presume que los chicos miran diferente. Ellos merecen crecer sabiendo que la vejez puede transitarse de un modo digno, sereno y rodeado de afectos.
Algunas pistas se encuentran en escenas cotidianas:
Si las personas que excluyen a los viejos “por su avanzada edad” supieran que se pierden de disfrutar su experiencia y su cautela -atesoradas en años- cambiarían de actitud. Y entonces los chicos apreciarían que no sólo es bueno el ‘último modelo’.
Si quienes marginan a los viejos “porque no manejan la tecnología” reconocieran que ellos son ideales para llenar de contenido los mensajes de voz, chats o mails (que tan hábilmente teclean los jóvenes), volvería la paciencia. Y los chicos diferenciarían mejor el qué hacer del cómo.
Si tantos apurados que opinan sobre la lentitud de los viejos se enteraran que ellos usan las pausas para pensar mejor las ideas antes de responder, apreciarían la vida a otra velocidad. Y los chicos quedarían a salvo de la epidemia de fugacidad.
Si los ansiosos que dicen que los viejos no ven la realidad supieran que ellos optan siempre por miradas interiores, más diáfanas y verdaderas, los chicos podrían entrenarse en esa atávica costumbre del ‘bien enfocar’.
Si los que se tiñen obsesivamente el pelo (para quitarse edad) comprendieran que las cabelleras blancas son banderas de paz flameando en un mundo en guerra, dejarían que los niños imaginen que los acuerdos son posibles.
Si los adictos a las cremas faciales aprendieran que las arrugas son señales de vida por haber trabajado y reído, sorprendido y llorado, apretado y acariciado, las ventas de cosméticos caerían estrepitosamente. Y el orgullo por los viejos crecería en consecuencia.
Si todo esto fuera posible, tal vez (sólo tal vez) se reducirían las consultas estéticas y las dietas de la juventud eterna. Los chicos verían -por vez primera quizás- los verdaderos cuerpos y las verdaderas caras de sus adultos.
Tal vez (sólo tal vez) el municipio otorgaría más segundos a los semáforos, así los viejos con bastón cruzarían a salvo. Los bancos de plaza serían más cómodos, los celulares tendrían teclas fáciles, las letras de los libros serían enormes y los médicos de viejos, pacientes.
Si algo de esto ocurriera (sólo algo), los chicos verían que madurar es bueno; que jubilarse, un jubileo; y que tener un viejo al lado, todo un privilegio.
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