Nunca estuve soltera. Me considero una persona segura e independiente, pero en realidad no tuve muchas oportunidades de ponerlo a prueba.
Estuve de novia desde el final de mi adolescencia hasta el principio de mi adultez con la misma persona. Esos seis años todo fue unicornios, arcoiris y helado de chocolate.
Yo me sentía bien pero muchas de las cualidades que me gustaban de mí misma coincidían con las cualidades que más le gustaban a mi pareja. Incluso, maximicé esos aspectos de mi personalidad mientras estuve con él. Tuve suerte de que fuera una buena persona.
Sin embargo, yo crecí al tiempo que creció la distancia entre nosotros y le puse punto final a mi primer amor
Al terminar, no esperé ni una semana para tener una primera cita con alguien más. Se trataba de una especie de amigo con quien creí que podía experimentar una relación distinta al noviazgo serio que había mantenido los últimos años.
Sin embargo, mi cita nunca había tenido una relación y al mes todos sus amigos comenzaron a llamarme “su novia”. Él, de hecho, me presentó a su familia.
Yo durante meses aclaré a todo quien quisiera escucharme que no solo no éramos pareja sino que “nada más me estaba divirtiendo”. Pero dormía en su casa los días de semana, salíamos juntos los fines de semana y todos nos consideraban una pareja.
Al final, me sentí cómoda en ese lugar que tanto había disfrutado años antes. Definirme a través de los ojos de alguien más siempre me resultó más fácil que tomarme el trabajo de descubrir quién soy por mí misma. Otra vez me vi envuelta en esa dinámica, pero en este caso en una relación mucho más inestable.
El problema de ese mecanismo es que genera un torbellino de inseguridad y ansiedad imposible de manejar porque, justamente, es imposible saber lo que piensan de vos los demás.
La relación estaba llena de idas y venidas. Él no me gustaba tanto y yo a él tampoco pero cada vez que salía con mis amigas y no conseguía la atención de la persona de turno o simplemente me aburría, no podía contener el impulso de escribirle para ver qué hacía.
Necesitaba validar mi autoestima a través de los ojos de otro. Y así seguí viéndolo un año más: a las 3 de la mañana borracha, algunas veces de casualidad, pero la mayoría por obra y gracia del Whatsapp
La frecuencia de los encuentros fue en aumento hasta que la red de falsa autoestima que había generado cedió cuando lo vi bailando con otra en una fiesta.
Yo sabía que él no era mi medio limón pero nunca había estado sola y ya no me alcanzaba con subir un par de fotos a Instagram para compensar mi falta de autoestima.
“Quiero estar con vos, quiero tener una relación con vos, te quiero y estoy enamorada de vos”, le dije al tiempo que lo separaba de la fiesta. “No te digo que sos el amor de mi vida pero quiero intentar estar juntos”, agregué, llorando, en el episodio más humillante de mi carrera como soltera.
“No quiero hacer el esfuerzo de tener una relación”, me respondió. Y yo le dije que estaba bien, que no iba a forzar a nadie a que me quisiera en un atisbo de lo que luego entendería como el principio de un romance mucho más especial.
Porque lo había hecho, había estirado hasta los límites más ridículos una relación inviable por miedo a estar soltera. Había intentado forzar a alguien a que me quisiera porque no podía hacerlo yo.
Y por primera vez en mucho tiempo estuve sola. Ya no podía definirme a través de los ojos de nadie más. Y con el tiempo dejé de querer hacerlo.
Dejé de subir fotos para que alguien las viera. Dejé de ir a lugares para que los demás pensaran lo feliz que era porque realmente lo era. Y treinta maratones de series y 45 libros después me dí cuenta de que yo sí quería tener una relación.
Entonces, como un mantra, me dije: “Quiero estar con vos, quiero tener una relación con vos, te quiero y estoy enamorada de vos”. Y esta vez si estuve convencida de estar diciéndoselas al amor de mi vida.
- La autora es periodista y vive en la Ciudad de Buenos Aires.