No vemos al mundo tal y como es. Lo vemos tal y como hablamos. Reflexionando sobre cómo hablamos, sobre cómo nombramos y describimos las cosas, podemos entender que cambiando las palabras podemos tener un enorme impacto en nuestra experiencia cotidiana, en nuestro bienestar, en nuestra salud, en nuestro entorno. Multiplicando el lenguaje positivo somos claramente más felices, y desparramamos una energía que, a todas luces, enciende alegría y vitalidad por donde vamos. Y, por el contrario, cuando no hay palabras, cuando reina el silencio, o cuando dedicamos al otro un lenguaje descuidado o hiriente, el intercambio se empobrece y los vínculos sufren, se deterioran, se mueren.
Esa es, en acotado resumen, la teoría de Luis Castellanos y su equipo, expertos en neurociencia, y autores del libro “La Ciencia del lenguaje positivo”. Muchos hogares, dice el autor, reciben a diario, al final del día, la peor versión de uno mismo. Llegamos a casa cansados y, abusando de la confianza y una supuesta incondicionalidad familiar, entregamos a los más queridos nuestro cansancio, nuestro fastidio, relajando en casa las represiones que el mundo público mantuvo a raya.
A veces son palabras tensas, agresivas. O a veces es algo peor: la ausencia de toda palabra. “Castigar con el silencio es más peligroso que con palabras. El silencio es asesino, y se hereda de padres a hijos. Es un pozo sin fondo porque cuando se intenta salir ya no hay marcha atrás, se trata de un camino sin retorno cierto. Pertenece a la familia de la ira, pero puede ser más dañino que ella”.
Es el silencio, o es la ira. Las personas que más queremos -nuestra pareja, nuestros padres, nuestros hijos- suelen sufrir nuestros mayores desbordes, nuestras peores palabras. Según Castellanos, “el enfado desmesurado se propaga con mayor facilidad en los entornos íntimos: se trata de una cuestión de confianza, y hacemos uso de ello. Las mayores muestras de enojo las solemos cometer en casa, ese terreno que sabemos seguro y donde no hay que fingir. Después del enfado sabes que nadie se irá de casa, que te seguirán queriendo, y que todo quedará en un hecho puntual”. Pero… ¿Es así?
“Es más peligroso castigar con silencio que con palabras”
Hablar, comunicarnos, compartir lo que nos pasa utilizando un abanico de palabras que pueda expresarle al otro lo que nos habita, fortalece. Hace bien. Genera encuentro. El silencio -repite Castellanos- es un pozo sin fondo, un abismo.
El lenguaje hogareño, llave del bienestar
Trabajar sobre cómo llegamos a casa cada día es fundamental. Un buen consejo, dice Castellanos, es “realizar un pequeño acto, una señal de respeto, frente a la puerta de entrada, que puede consistir en respirar antes de girar completamente la llave. Es un simple gesto con el que asumir que accedemos a otra energía, a un escenario con otro ritmo, y que al cruzar el umbral de la misma nos vamos a incorporar a un nuevo espacio. Físicamente, tiene que ver con la pausa, con un momento de silencio que aprovechamos para observar, para ver de verdad a las personas que nos esperan”.
Para cambiar la energía hogareña, Castellanos y su equipo destacan que es fundamental “incrementar las palabras que tienen que ver con el sentimiento positivo” y “hacer visibles esas palabras de algún modo”. Aumentar también la cantidad de “síes” y rebajar la de los “noes”; mirar más lo que los demás tienen, y no tanto lo que les falta; darle lugar importante en el encuentro cotidiano a los logros, los méritos, los agradecimientos. Digámoslo en forma directa, “sencilla, pública y abundante. Equilibremos las incapacidades con las capacidades y convirtamos los imposibles en improbables”
Otro consejo, dice Castellanos, es cambiar el verbo “ser” por “estar” o “parecer”. Una cosa son nuestras acciones y otra lo que somos. Podemos hacer una tontería sin ser “tontos”. Cuidar esas diferencias puede mejorar mucho el intercambio.
Reparar con palabras lindas y positivas las que estuvieron mal también ayuda. Decirlo, disculparse. Enfrentar los daños causados por nuestra ira o nuestro silencio y aclarar, con amor: “devuélveme lo que te he dicho, no era para tí”, lamento no haberte hablado o no haber sabido cómo expresar lo que sentía. Perdoname. Retomemos.
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