Leonardo Haberkorn pateó el tablero. Y lo más probable es que su jugada genere un enorme rebote entre sus colegas. En una publicación en su blog “El Informante”, el periodista, escritor y docente de la Universidad ORT, anunció su renuncia a la cátedra de Periodismo que ejerce desde hace varios años. “Después de muchos, muchos años, hoy di clase en la universidad por última vez. No dictaré clases allí el semestre que viene y no sé si volveré algún día a dictar clases en una licenciatura en periodismo. Me cansé de pelear contra los celulares, contra WhatsApp y Facebook”.
“Me ganaron. Me rindo. Tiro la toalla. Me cansé de estar hablando de asuntos que a mí me apasionan ante muchachos que no pueden despegar la vista de un teléfono que no cesa de recibir selfies”. Sus palabras, contundentes, sin eufemismos, rebotaron rápidamente en las redes sociales.
Haberkorn aclara que tiene claro que “no todos son así”, pero muestra su preocupación porque cada vez son más los estudiantes que tienen una clara actitud de indiferencia y falta de respeto al docente. “Hasta hace tres o cuatro años la exhortación a dejar el teléfono de lado durante 90 minutos –aunque más no fuera para no ser maleducados– todavía tenía algún efecto. Ya no. Puede ser que sea yo, que me haya desgastado demasiado en el combate. O que esté haciendo algo mal. Pero hay algo cierto: muchos de estos chicos no tienen conciencia de lo ofensivo e hiriente que es lo que hacen“.
Mostró su desazón por la tarea de “explicar cómo funciona el periodismo ante gente que no lo consume ni le ve sentido a estar informado”
Comentó, por ejemplo, que, “sobre el tema Venezuela, de veinte alumnos solo una pudo decir lo muy básico del conflicto”.
¿Saben quién es Vargas Llosa? ¡Sí! ¿Alguno leyó alguno de sus libros? No, ninguno. Esas escenas viene frustrándolo desde hace años. “Conectar a gente tan desinformada con el periodismo es complicado. Es como enseñar botánica a alguien que viene de un planeta donde no existen los vegetales”
Dolido con sus alumnos, escribió:
“Una sucesión interminable de imágenes de amigos sonrientes les bombardea el cerebro. El tiempo se les va en eso. Una clase se dispersaba por un video que uno le iba mostrando a otro. Pregunté de qué se trataba, con la esperanza de que sirviera como aporte o disparador de algo. Era un video en Facebook de un cachorrito de león que jugaba.
La atención tiene que estar muy dispersa para que escriban mal hasta su propio nombre, como pasa.
Llega un momento en que ser periodista te juega en contra. Porque uno está entrenado en ponerse en los zapatos del otro, cultiva la empatía como herramienta básica de trabajo. Y entonces ve que a estos muchachos -que siguen teniendo la inteligencia, la simpatía y la calidez de siempre- los estafaron, que la culpa no es solo de ellos. Que la incultura, el desinterés y la ajenidad no les nacieron solos. Que les fueron matando la curiosidad y que, con cada maestra que dejó de corregirles las faltas de ortografía, les enseñaron que todo da más o menos lo mismo. Entonces, cuando uno comprende que ellos también son víctimas, casi sin darse cuenta va bajando la guardia”.
Y lo malo termina siendo aprobado como mediocre; lo mediocre pasa por bueno; y lo bueno, las pocas veces que llega, se celebra como si fuera brillante. No quiero ser parte de ese círculo perverso. Nunca fui así y no lo seré.
Porque creo en la excelencia, todos los años llevo a clase grandes ejemplos del periodismo, esos que le encienden el alma incluso a un témpano. Este año, proyectando la película “El Informante”, sobre dos héroes del periodismo y de la vida, vi a gente dormirse en el salón y a otros chateando en WhatsApp o Facebook.
También les llevé la entrevista de Oriana Fallaci a Galtieri. Toda la vida resultó. Ahora se te va una clase entera en preparar el ambiente: primero tenés que contarles quién era Galtieri, qué fue la guerra de las Malvinas, en qué momento histórico la corajuda periodista italiana se sentó frente al dictador. Les expliqué todo. Les pasé el video de la Plaza de Mayo repleta de una multitud enloquecida vivando a Galtieri, cuando dijo: “¡Si quieren venir, que vengan! ¡Les presentaremos batalla!”.
Normalmente, a esta altura, todos los años ya había conseguido que la mayor parte de la clase siguiera el asunto con fascinación. Este año no. Caras absortas. Desinterés. Un pibe despatarrado mirando su Facebook. Todo el año estuvo igual.
Llegamos a la entrevista. Leímos los fragmentos más duros e inolvidables.
Silencio.
Silencio.
Silencio.
Ellos querían que terminara la clase. Yo también”.
Otro caso en Colombia
Un caso similar al de Haberkorn ocurrió años atrás en Colombia. Camilo Jiménez, periodista y profesor de Comunicación Social de la Universidad Javeriana, renunció a su cátedra y escribió:
“Estoy por pensar que la curiosidad se esfumó de estos veinteañeros alumnos míos desde el momento en que todo lo comenzó a contestar ya, ahora mismo, el doctor Google”
“Lo que han perdido los nativos digitales es la capacidad de concentración, de introspección, de silencio. La capacidad de estar solos. Solo en soledad, en silencio, nacen las preguntas, las ideas. Los nativos digitales no conocen la soledad ni la introspección. Tienen 302 seguidores en Twitter. Tienen 643 amigos en Facebook. Dejo la cátedra porque no me pude comunicar con los nativos digitales. No entiendo sus nuevos intereses, no encontré la manera de mostrarles lo que considero esencial en este hermoso oficio de la edición. Quizá la lectura sea ahora salir al mar de Internet a pescar fragmentos, citas y vínculos. Y, en consecuencia, la escritura esté mudando a esas frases sueltas, grises, sin vida, siempre con errores. Por eso, los nuevos párrafos que se están escribiendo parecen zombis”.
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