¿Somos conscientes de cómo hacemos sentir a las personas con sobrepeso en los aviones? Y si lo somos, ¿por qué no hacemos nada? La blogger Your Fat Friend compartió su experiencia en Medium y escribió una hermosa carta para ayudarnos a tomar conciencia.
Al pasajero sentado en el asiento 7C,
Vi como me mirabas en el aeropuerto de Long Beach. Los vuelos estaban atrasados y el espacio era escaso. Los pasajeros estaban irritados por el contacto con extraños. Sus caras se descompensaban por la ira y el estrés.
Nuestro vuelo estaba sobrevendido y me resignaron a un asiento en el medio de la nave. Cuando la encargada me dio el nuevo pasaje la mire suplicante con el peso de mis 120 kilos en los párpados. “Lo sé, perdoná”, me dijo.
Fui hacia la puerta de embarque, derrotada. Intenté buscar miradas de comprensión en los demás pasajeros, busqué alguien que pudiera tolerar la compañía de mi sobrepeso. Me pregunté quién tenía una mirada compasiva.
Intenté buscar miradas de comprensión en los demás pasajeros, busqué alguien que pudiera tolerar la compañía de mi sobrepeso.
Ahí encontré tu mirada, alegre y cálida, escondida detrás de una bufanda. Creo que vos también me viste y sonreíste.
Planeé mi aterrizaje al asiento con cuidado, para no usar más tiempo o espacio del que estrictamente necesitaba. No quería darle a los demás pasajeros más motivos para prestar atención a mi cuerpo por lo que me puse en fila cuanto antes, entregué mi equipaje de mano en la entrada del avión y me ubiqué rápidamente.
Volví a mirar con la esperanza de encontrar alguna cara misericordiosa. Te vi nuevamente y esperé que te sentaras al lado mío. Encontraste tu sitio en la fila siguiente.
Luego llegó mi compañero. No me miró y se sentó. Proclamó suyo el apoyabrazos asertivamente. No lo necesitaba, con el tiempo he aprendido que cualquier espacio extra pertenece a las personas delgadas. Mis brazos estaban cruzados sobre mi pecho, apretados entre sí al igual que mis piernas por debajo del asiento. Mi cuerpo estaba anudado, haciendo todo lo posible por no tocar a mi vecino. Mis músculos sentían la contracción.
Mis brazos estaban cruzados sobre mi pecho, apretados entre sí al igual que mis piernas por debajo del asiento. Mi cuerpo estaba anudado, haciendo todo lo posible por no tocar a mi vecino.
De repente, se levantó y pidió hablar con la azafata. Regresó a su sitio agitado y al cabo de cinco minutos volvió a pararse. No pude escuchar lo que decía pero su cara comunicaba desagrado. Me pregunté qué le había pasado. Regresó a su silla tenso. Quise preguntarle qué le pasaba pero con los años descubrí que es mejor no interponerse en el enojo de hombres mayores.
Se paró por tercera vez y ahí fue cuando escuche su tono irritado decir “increíble” y “pagué por este asiento”. Regresó y se sentó como se sienta una persona enojada. Cruzó sus piernas lejos mío y se inclinó hacia el pasillo. Inspeccionaba a cada rato la cabina del avión. Yo todavía no me había dado cuenta de lo que estaba pasando.
Finalmente una azafata se acercó y dijo algo en su oído. El hombre se levantó y se sentó en la fila siguiente. Por primera vez me miró y dijo: “Esto es para que puedas tener tu espacio”. Su tono era frío.
“Este asiento no va a quedar vacío”, corrigió la azafata y agregó: “alguien más va a ocupar este sitio”. Mi ex-compañero miró para el otro lado y se sentó en su nuevo lugar.
El contacto con mi cuerpo era demasiado insoportable para él.
Ahí comprendí lo que había pasado. Había pedido que le cambiaran el lugar. El contacto con mi cuerpo era demasiado insoportable para él. Toda esa agitación, toda la desesperación, todas las idas y venidas eran para evitar pasar las próximas dos horas junto a mí. Nunca había temido que eso pasara y nunca pensé que podía pasar.
El siguiente pensamiento me arrebató: “no llores, no llores, no podés llorar”. Pero fue demasiado tarde, las lágrimas ya habían invadido mis ojos y estaban recorriendo mis cachetes. Y te vi otra vez, tu cara cálida había sido despojada de su color. Estabas blanco y podías ver lo que pasaba. Me mirabas sin decir nada como a la televisión.
Me quedé quieta todo el viaje, haciendo fuerza para ocupar el menor espacio posible.
Me quedé quieta todo el viaje, haciendo fuerza para ocupar el menor espacio posible con los ojos cerrados. Las azafatas le ofrecían a las personas sentadas a mi lado cerveza o comida gratis. Era lo que merecían por tener que soportar un cuerpo como el mío.
Ni los asistentes de vuelo ni mis compañeros me miraban. Yo había desaparecido.
Las azafatas le ofrecían a las personas sentadas a mi lado cerveza o comida gratis. Era lo que merecían por tener que soportar un cuerpo como el mío.
Cuando comenzó el descenso planeé mi escape hasta el baño, donde podría llorar hasta que la humillación me hubiera abandonado. Solo tenía que llegar allí. Cuando me paré, mi ex-compañero de asiento me miró y me dijo: “No le hubiera hecho esto a una persona con andador”.
“‘¿Qué?”, balbucié. No había previsto hablar con nadie.
“No le habría hecho esto a una persona con un andador o a una mujer embarazada”, repitió.
“Lo sé. Eso es lo que lo hace tan terrible”, respondí.
Ahí estaba, un completo extraño diciéndome que mi cuerpo lo habilitaba a tratarme de esta manera. Podía quejarse abiertamente e iba a ser comprendido. No tenía por qué tratarme como a un ser con dignidad y nadie iba a esperar que lo hiciera.
Me quedé parada. Y encontré tu mirada otra vez. Estabas atento a la escena.
Desde entonces me he preguntado qué podría haber hecho distinto. Qué hubiera pasado si hubiera sido amable con él o quizá debería haberlo enfrentado. Si debería haberle suplicado a la mujer que me dio el pasaje o si quizás, no debería haber viajado en lo absoluto.
En todo este tiempo también aprendí que las aerolíneas han recortado el espacio de sus asientos enormemente. Leí que las aerolíneas pueden dejarme fuera de un vuelo si no entro en ellos y que no tienen que pagarme un reembolso o colocarme en otro vuelo.
Con los años encontré formas de minimizar la humillación. No llevó equipaje de mano y ahorró para comprar pasajes en primera clase.
Con los años encontré formas de minimizar la humillación. No llevo equipaje de mano y ahorro para comprar pasajes en primera clase. No puedo viajar muy seguido. Veo a mi familia mucho menos de lo que me gustaría y encuentro excusas para evitar viajes por trabajo.
Cada vez que subo a un avión pienso en vos. Ya te encontré en varios aviones.
Te vi sentado en el 32A mirando como una señora me gritaba que no podía creer que tenía que viajar así. Te vi cuando una persona cambió un pasaje de primera clase al lado mío por uno corriente en turista. Te busqué y miraste para el otro lado.
Sé que sos considerado, que querés lo mejor y que en esos momentos hay una lucha en tu interior. No sé lo que haría en tus zapatos. Me gustaría pensar que le haría frente al bullying y a la discriminación. Diría algo. Pero vivimos la realidad de nuestros cuerpos y quizá es difícil pensar que hay una diferente.
No sé lo que haría en tus zapatos. Me gustaría pensar que le haría frente al bullying y a la discriminación.
La crudeza de esa revelación puede paralizarnos. Incluso, podemos quedarnos mudos al darnos cuenta que es la primera vez que nos damos cuenta de ello. Pero vos ves lo que me pasa. Ves el personaje de la amiga gorda en la película y como todos se ríen de ella. Me ves subirme a una balanza en televisión para tu entretenimiento. Escuchás los chistes de gordos en las reuniones y el miedo que tienen las personas a engordar, a convertirse en mí, a tener mi cuerpo.
Vos ves el miedo que tienen las personas a engordar, a convertirse en mí, a tener mi cuerpo.
Lo sabés porque vos también tenés miedo. A vos también te enseñaron qué ponerte y qué no. Sabés qué comer, cómo correr y cómo elongar. Recordás aconsejar a tus amigas sobre ese vestido que “no la favorecía” y eliminar esa foto que mostraba los kilos de más adquiridos en las fiestas.
Lo sabés pero no decís nada. ¿Por qué?
Quizá nunca te imaginaste en esa situación. Quizá te impresionó la crudeza. Quizá no sabías qué decir para no hacer la situación aún más horrible. Cualquiera que fueran tus razones, el resultado fue el mismo. Yo me sentí sola y humillada. Y esto pasa todo el tiempo.
Cuando un padre trata mal a un hijo en el supermercado. Cuando un hombre maltrata a una mujer en una cita. Cuando el colectivero no frena por una persona en silla de ruedas. No decimos nada.
Cuando un padre trata mal a un hijo en el supermercado. Cuando un hombre maltrata a una mujer en una cita. Cuando el colectivero no frena por una persona en silla de ruedas. No decimos nada.
Y esos momentos nos enfrentan con una experiencia que no compartimos, como tener un cuerpo gordo. Y nos cerramos todavía más pensando qué pasa si lo que hago empeora la situación. O, qué si lo que digo trivializa lo que pasa.
Quiero creer que eso es lo que pensaste en ese vuelo a Long Beach. Pero quiero que sepas que cualquier cosa que dijeras iba a estar bien. Es tan raro ver que se defienda a personas con sobrepeso en lugares públicos.
En lugar de eso, sentimos que tienen la culpa de ser como son y dejamos que otros los maltraten. Tenemos que romper el ciclo de abuso y para eso alcanza con una palabra.
El problema no es la imperfección, es la inacción. Hacé cualquier cosa, lo que te nazca pero tus palabras pueden cambiar el destino de una persona, pueden evitarle la humillación y sobretodo, pueden evitar su soledad.
Tus palabras pueden cambiar el destino de una persona, pueden evitarle la humillación y sobretodo, pueden evitar su soledad
Cuando alguien se queja por estar sentado al lado de una persona con sobre peso y pide el cambio, podés preguntarles por qué lo hacen. Que se vean obligados a decirlo en voz alta. Podés comentar a los gritos la vergüenza que te genera lo que está haciendo esa persona. Si alguien te pide que le cambies el asiento, hacelo, sentate con migo. Quejate con las aerolíneas por el espacio reducido.
Demostrame que no estoy sola, y que soy un ser humano con dignidad
Y si todo eso es demasiado, solo mirame, preguntame si estoy bien. Demostrame que no estoy sola, y que soy un ser humano con dignidad. Simplemente decí algo, podés cambiar mi vida.
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