Finalmente, el coronavirus llegó a la Argentina. Con el virus en nuestras tierras, es bueno mirar y prever cuál es el impacto social y económico del virus e imaginar qué puede pasar en el escenario local, comparando con lo ocurrido en otros países que ya vienen sufriendo la “ola viral” que llega desde Oriente y avanza por lo mundo.
De la evidencia y lecciones aprendidas en este corto tiempo, hay un elemento que está muy claro: el coronavirus, como la mayoría de los virus respiratorios, se ensañan con mayor gravedad con las personas mayores. Desde los primeros casos en China, que ya mostraban una mortalidad del 15% cuando comenzó la epidemia, al reporte emitido el último mes por el Centro de Control de Enfermedades y Prevención del Gobierno Chino, surge que la tasa de mortalidad en mayores de 80 años fue del 22%.
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Estos números están en sintonía con Estados Unidos, donde el Washington Post -en un artículo del 26 de febrero sobre el coronavirus-, reporta tasas de mortalidad superiores al 15% en personas mayores.
Los datos deben encender nuestras alertas, sobre todo si entendemos que el impacto de un virus en la salud y la mortalidad de las personas también está relacionado a las características del sistema y los servicios de salud de un país. Nada menor si asumimos que, en Argentina, el sistema de salud está fragmentado por prestador y segmentado por condición social, lo que lo hace desigual, inequitativo y, a la larga, poco efectivo. Esto quiere decir que la peor parte se la llevan los más desaventajados socialmente.
En tiempos de crisis sanitaria, como parecen ser los que se avecinan, siempre es bueno ver qué han hecho o están haciendo otros países y cómo estamos respondiendo localmente. De lo primero, hay dos elementos fundamentales: la necesidad de una comunicación de crisis responsable y la necesidad de un compromiso social.
Respecto al primer punto, solo diré que parece ser que la capacidad técnica local se encuentra muy mermada. Las declaraciones que vienen desde el Ministerio de Salud son prueba de ello. Sobre lo segundo, es preocupante escuchar una y otra vez frases por el estilo: “tranquilos que el coronavirus afecta más a los viejos”.
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No sólo es horrible y erróneo pensar de ese modo sino que resulta curioso porque pocos se detienen a pensar que, en muchos lados, los abuelos y abuelas cuidan a sus nietos mientras sus padres siguen con sus ocupaciones diarias.
¿Si los adultos mayores deben aislarse, cómo se gestionará este tema? ¿Cómo conciliar las necesidades y las emociones? ¿Qué impacto tiene para los más grandes y los más chicos esa distancia? ¿En cuántos casos se profundizará una soledad que, sabemos, no es nada saludable tampoco? ¿Cómo vamos a cuidar a los más vulnerables? ¿Los riesgos del coronavirus son “cosa” de ellos o es cosa nuestra, es decir, un problemas de todos?
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Esto último es muy relevante. La responsabilidad social para la contención de una epidemia que apenas está llegando a nuestras tierras se basa fundamentalmente en la educación y la solidaridad, dos valores bastante menoscabados en nuestra sociedad. Por eso decir es cosa de viejos es grave.
El coronavirus es un tema que ya no es solo de salud: es ante todo un tema de derechos humanos. Por ello, cualquier restricción a la libertad de movimiento -como puede ser una cuarentena-, debe ser justa, adecuada y, ante todo, NO basarse en la edad de las personas
Eso constituye una discriminación que, en el caso de las personas mayores, se llama EDADISMO, que es la mayor forma discriminatoria que se ejerce en el mundo, aun más que por sexo, religión o color de piel. Una discriminación que es una herida autoinfligida porque todos tarde o temprano la sufriremos.
Las crisis de salud, como ocurre ahora con el coronavirus, aíslan a todas las personas, pero aún más a las personas mayores. Esto es algo que ya comienza a reportarse en quienes viven en residencias o instituciones de acogida tanto en Europa como en Estados Unidos. Aquí, una vez más, la necesidad de búsqueda de un equilibrio entre libertad individual y responsabilidad social.
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En tiempos donde comienzan a imponerse estrategias de trabajo en domicilio, cierre de escuelas y centros educativos y otras medidas de aislamiento, es bueno que empecemos a pensar no tanto en cómo NO contagiarme sino en cómo evitar contagiar al resto. En ello va el pensar que ésto no es solo una cosa de viejos.
- Diego Bernardini es médico, especialista en adultos mayores y envejecimiento. Es autor del espacio Nueva Longevidad en Buena Vibra, del libro “De Vuelta”.
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