Desde hace muchos años me conmueve y me moviliza un tema complejo y apasionante: el derecho a la felicidad y a la dignidad subjetiva de todas las personas, algo profundamente humano y que siempre sentí tan importante como la alimentación, el acceso a la salud y otros derechos básicos. La desnutrición emocional, la carencia de una educación que forme para el amor, las limitaciones de una piel más preparada para defenderse que para entregarse…
Desde muy chica, con formas y pensamientos más y menos elaboradoras, mi reflexión y mi inquietud tenían que ver con una cuestión central: ¿Por qué a las personas que tienen sus necesidades básicas apenas satisfechas o insatisfechas les demandamos que, encima, no reclamen o no deseen las cosas que deseamos o necesitamos todos? ¿Por qué también deben tolerar con mansedumbre esa desigualdad?
Cuando empecé a interesarme por estos temas, empezaba mi carrera periodística y todo lo que quería investigar o alumbrar tenía que ver con infancias vulnerables. Las ideas que presentaba se hundían siempre en los fondos más oscuros: quería cambiar algo, mucho, todo. Alumbrar para provocar acciones.
De hecho, las dos primeras notas que me abrieron las puertas de la revista VIVA, que en ese momento era por lejos la revistas con más tirada y alcance del país y la región, con un millón de ejemplares cada domingo, tuvieron que ver con el tema: la primera, con los niños internados en el Hospital Garrahan con enfermedades graves; y, la segunda, con el tráfico internacional de niños, la adopción “paga” y el derecho a la identidad.
Luego seguí con otro tema que tuvo tal impacto que me regaló el premio Derechos Humanos de ADEPA. La nota se llamaba “Ángeles Caídos” y desarrollaba a lo largo de 14 páginas historias de niños menores de 16 años con delitos penales graves: asesinatos en la mayoría de los casos. Estuve dos meses en institutos de menores y hogares hablando con ellos. Quería saber qué dolores y qué tragedias personales convertían a un niño en “malo” para la sociedad, o en un peligro para todos. Qué les había pasado para llegar hasta allí… Nadie nacía así, pensaba. Y no. Me estrellé con infiernos varios en almas muy jóvenes... Hubo un antes y un después en mí tras todas y cada una de esas notas y varias más.
En la adolescencia era fanática perdida de Mario Benedetti y lo descubría siempre nombrando todo de manera perfecta: “La infancia es un paraíso o un infierno de mierda”, decía, y yo aplaudía en silencio y hacía propias sus palabras…
Más tarde escribí sobre “los niños que nadie adopta”, contando historias de niños que viven años en hogares sin que ninguna familia los elija para integrarlos a su proyecto de vida y de amor… Cada una de estas historias, entre muchas otras, me ponía corazón con corazón con esas pequeñas almas, inocentes, vulnerables, discriminadas en todos y cada uno de sus derechos. Carentes de amor y de nutrición emocional.
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En esos años me irritaba profundamente cuando escuchaba a alguien decir “no les de plata a los chicos de la calle porque se la gastan en Sacoa o en golosinas”. Con el eco de esa mirada retumbando más allá de mis oídos, pensaba: ¿si le das dinero a tu hijo se compra un juguete o una leche enriquecida en calcio? ¿Por qué tu niño tiene el deseo habilitado, estimulado y mimado y un chico de la calle o humilde debe priorizar un libro o un alimento a un juguete? ¿No deberíamos pedirle menos justamente porque tuvo menos? ¿No tiene derecho a la alegría un niño pobre? ¿Le amputamos todo?
Así me empezaron a fascinar las historias de gente que se ocupaba de estas cosas: quienes sacaban fotos a los chicos y sus familias porque, en general, no tenían (antes de los celulares las cámaras eran un lujo y muchas personas pasaban su vida sin tener una foto); quienes festejaban cumpleaños a los chicos humildes en barrios; quienes les enseñaban a bailar, a pintar, a construir, a escribir o hacer deporte… Quienes les regalaban vacaciones, descansos o, simplemente, un día de cosas ricas y juguetes nuevos.
Admiré y admiro a quienes se ocupan de las risas y de alimentar corazones alegres y fuertes que refuercen todas y cada una de las resiliencias que nos habitan para salir adelante a pesar de los dolores y las carencias
Pasaron los años, unos cuantos, y hoy me pasa que siento que esa diginidad subjetiva se le niega a personas de todas las edades. Recorriendo el Hospital Roffo para una nota me estrellé con lo que es atravesar enfermedades duras sin dinero y entendí que la palabra “cáncer” duele pero el “combo cáncer-pobreza” es un infierno insoportable. Y en estos años, además de la conmoción que me generaban los niños en situaciones vulnerables, empecé a extender esa mirada y a asomarme con más amor y empatía a personas mayores a las que todo le cuesta el doble, el triple y tanto más.
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Y así, mirando, escuchando, descubrís y confirmás que el amor nutre y sostiene y que la generación de momentos felices o de estrategias de contención y alivio en momentos duros hace tanto bien, pero tanto bien, que todos deberíamos estar atentos a esta “alimentación emocional” que tanta gente necesita y que cuesta poco y cambia mucho.
Buena Vibra nació un poco en el marco de estas reflexiones, de estas ganas e inquietudes. Habla de ocuparse de lo que importa, de lo más personal de nuestras vidas: los amores, la salud, el bienestar, los sueños, los deseos y todos los puentes emocionales que nos llevan al otro
Ojalá Buena Vibra sigua creciendo y se convierta en un espacio que genere felicidad y que nutra emocionalmente a mucha gente de todos los países de habla hispana que necesiten contactarse con contenidos y acciones que llenen el alma y se ocupen de lo importante sobre lo urgente.
Que así sea.
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