¿Cuántas veces después de enviar un mail o mensaje por whats app se nos enciende una fuerte inquietud respecto a haber hecho o no lo correcto? Ese instante fatídico en el que, tras una descarga intensa (íntima, descarnada, brutal), revisamos el “send”, repensamos el click, y encontramos que sí, que hubiera sido mejor pensarlo dos veces. Que “mandamos” mal… Y que no hay remedio.
Cuentan que existen ciertas formas en que se manifiesta nuestro inconsciente: el acto fallido, el lapsus, los sueños, los chistes. Dicen que cuando nos equivocamos o decimos algo bajo el argumento del humor, en realidad es nuestro inconciente que está diciendo lo que “supuestamente” no queremos decir concientemente.
Sin embargo, me es difícil ubicar en alguna de estas variables en las que se presenta nuestro inconsciente (que agarra y dice lo que la conciencia no quiere decir), al inexorable momento en que, por error, hacemos llegar a quien o quienes no queremos cierta información que nos deja expuestos, sin opción a excusas, desnudos y sin salida alguna…
Ciertamente tenemos a mano algunos ingenuos y poco tranquilizadores argumentos para justificarnos, tales como que “responder” se confunde con “reenviar”, o que “responder a todos los destinatarios” está justo al lado de la otra teclita, o que nuestra “libreta de direcciones” está hecha un embrollo por lo desordenada y entonces, en la carpeta familia, se nos coló algún amigo, o en la de amigos se mezcló algún ex que deberíamos haber borrado hace rato, o bien que no anulamos de la lista a aquel o aquella con quien ya no queremos compartir nada de nada.
Qué se yo… Lo cierto es que ocurre mucho más habitualmente de lo que imaginamos. Sabemos, o deberíamos saber, que cuando estamos a punto de clickear send tras haber escrito algún texto delicado, la atención y el cuidado deberían haber estado a la altura de una instancia tan peligrosa y temida como dar respuesta a las preguntas de un inspector de la AFIP.
Pero resulta que no. Cuando estamos en esos estados de desborde emocional que nos llevan a volcar en un mail lo que nos sale de las tripas, sin la menor decantación posible, a manera de vómito incontrolable, metemos la pata, invariablemente.
Y es entonces, por ejemplo, cuando la amiga a la que no nos animamos a decirle que el novio nos está arrastrando el ala y que a nosotras nos entusiasma, se termina enterando cibernéticamente, odiándonos de inmediato y para toda la vida; o a la esposa de nuestro amante le llega la carta de amor que, obviamente, iba dirigida a él; o nuestra pareja se entera que estamos chichoneando con nuestro compañero de trabajo; o nuestro jefe se enteró que estamos hartos de su cara y algo más…
Los tecno-fallidos están a la orden del día. Sincericidios dolorosos, irreparables. Sólo queda ir a terapia a analizar por qué cuernos el intruso inconsciente volvió a hacer de las suyas.
Por Adriana Arias, psicóloga, psicodramatista, sexóloga y autora de los libros “Locas y Fuertes” y “Bichos y Bichas del Cortejo”.
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