Se fue “El Diego”, El Diez, la Mano de Dios, el Barrilete Cósmico… El que convirtió su apellido en un adjetivo y hasta en un culto, el que parecía volver cada vez que creíamos que partía. El que logró ser sinónimo de Argentina en los rincones más remotos de un planeta que lo lloró entero.
Maradona es un fenómeno de emociones desbordadas… Las más luminosas, las más oscuras. Toda la paleta de colores y más también. Intensidad al palo.
Su muerte saca a la luz un fenómeno mundial imposible de ignorar. Los millones (y millones) de personas que expresan tristeza y pasión en tantos –y tan diversos- países, las tapas de los diarios en los más recónditos rincones del planeta, las innumerables declaraciones de personalidades de todos los ámbitos y orígenes, asombran y conmueven.
Es lógico pensar que semejante muestra colectiva de pesar tiene causas profundas, vinculadas a la esencia del ser humano y a la realidad en la que vivimos. Lo que sucede no es comprensible si se lo simplifica, si se intenta definirlo con una mirada, si no se advierte su complejidad.
Al ídolo no se le celebra ni perdona todo. Casi nadie –siempre es bueno usar el casi- reivindica sus serios errores, abusos, excesos o el daño que causó a otros y a sí mismo
No se lo postula como ejemplo ni como modelo y jamás pretendió serlo. Se lo ama a pesar de eso, por una variedad de motivos y, sobre todo, por las múltiples emociones que logró transmitirle a la gente.
Diego fue magia y arte en su máximo nivel, deportivo sí, pero desbordando por completo el deporte para deslumbrar a gente que no tenía mayor interés en el fútbol. Fue un placer único e incomparable para quienes lo vieron jugar, fue éxtasis para aquellos que sentían como propia cada camiseta con la cual compitió, fue la admiración incondicional de los que sufrieron su fulgor como contrario
A la vez, fue una expresión de rebeldía contra el poder: el Sur pobre contra el Norte rico en Italia; la Argentina derrotada en la -absurda e imperdonable- guerra de Malvinas por una potencia colonial y reivindicada por él en la cancha
Llegó desde muy abajo, de la pobreza extrema y nunca renegó de su origen. Fue lo que fue a pesar de sus desbordes y del castigo que infringió a su propia humanidad desde que era muy joven. Es difícil imaginar adónde hubiera llegado sin semejante restricción de su talento casi ilimitado; baste recordar que toda la gloria la alcanzó en muy pocos años de carrera, aquellos donde logró enfrentar a su más duro rival: las adicciones.
Fuera de las canchas, algunos compartirán posturas que asumió y otros las repudiarán, habrá quienes las consideren coherentes y los que las vean muy contradictorias.
Se discutirá hasta el hartazgo el modo en que el chico de la villa, del potrero, vivió en el torbellino que se generó a su alrededor, convertido en uno de los personajes más conocidos del planeta
Lo que parece innegable es que todos esos claros y oscuros construyeron una leyenda, un mito y que le dio momentos de intensa felicidad a millones de personas, sobre todo en Argentina y en Nápoles pero también en buena parte del planeta.
Como futbolero de toda la vida puedo entender fácilmente la emoción de quienes tuvieron (tuvimos) la suerte de ver al chico que deslumbraba en Argentinos Juniors, al que enamoró en apenas un año –y para siempre- a la hinchada de Boca, al que se convirtió en héroe napolitano o al símbolo supremo de la camiseta argentina.
Al que se cargaba sus equipos al hombro y los convertía en los campeones que jamás habrían podido ser sin él. Al que volvió de lesiones y adicciones que habrían puesto fuera de la competencia a cualquier otro. Al que soportó infinidad de golpes sin caerse y en el Mundial de Italia volvió a hacer magia cuando casi no podía moverse por los dolores que sufría.
En cambio no encuentro las razones por las cuales en cada rincón del mundo me contestaron ¡Maradona! luego de saber que era argentino. No puedo explicar las portadas de los medios en tantos idiomas diferentes, las expresiones de decenas de personajes públicos sin relación con el deporte ni la dimensión de una reacción universal pocas veces vista, incluso –o mejor, en especial- en aquellos lugares donde habitan sus más enconados rivales deportivos.
Mucho más sencillo es entender los intentos de aprovecharse de su figura, tal como sucedió a lo largo de su vida y en el breve tiempo transcurrido desde su fallecimiento, pero eso en todo caso es harina de otro costal.
Una fotografía tomada en la Siria destrozada por la guerra, el mural de Maradona pintado sobre las ruinas de una casa, es una síntesis impresionante. La fila de miles y miles de argentinos tirando sus camisetas al cajón en su velorio, los muchos miles más que pusieron en riesgo la salud en medio de la pandemia sin que nada les importe, las escenas napolitanas, igualmente surrealistas todo parece exagerado, irreal incluso para una película.
La muerte de Diego puede verse como uno de esos momentos de la historia donde la naturaleza humana se muestra en su incomensurable emocionalidad, esa que quizás algún día podamos comprender un poco más. No se trata de elogiarla ni celebrarla, lo que no parece tener sentido es negarla.
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