Con la síntesis que muchas veces exige una conversación presurosa e informal, cuando me piden que defina en poquísimas palabras qué es el cerebro humano, suelo responder así: un órgano social. Lo digo de esta manera porque ese elemento tan complejo y fascinante no puede entenderse de manera aislada y sin conexión con el otro. Para que nuestra especie sobreviva, los niños al nacer deben instantáneamente conectarse (engagement) con las conductas protectoras de sus padres. Y los padres deben cuidarlos lo suficiente. Aunque otros animales pueden correr más rápido, desarrollar mejor olfato o luchar mejor que nosotros, nuestro desarrollo evolutivo se destaca por las habilidades sociales: nuestra capacidad para comunicarnos con los demás, para conectarnos, para planificar y trabajar juntos, para afianzar tradiciones colectivas, para reunirnos y celebrar en comunidad.
Podemos entender con mayor claridad esta noción si hacemos una analogía (vastamente recorrida, por cierto) entre el funcionamiento del cerebro y el de una computadora en la actualidad. En el caso en que la máquina se encuentre desconectada de Internet, aunque en sí sea una de última generación y muy potente, no tendrá una prestación plena. Más bien, su impulso será pobre, limitado, de bajo vuelo. Lo mismo sucede con nuestro cerebro.
Mecanismos neurales, hormonales y genéticos están involucrados en modular nuestra conducta social. Transformarnos en adultos no significa volvernos autónomos y solitarios, sino, por el contrario, depender de otros y que otros puedan depender de uno. De hecho, el dolor de sentirse solo y aislado de los que están alrededor funciona como un alerta del sistema biológico frente a una amenaza o potencial daño al cuerpo social, del mismo modo que cuando detecta dolor físico, hambre o sed y se disparan conductas claves para asegurar respuestas (proteger el tejido dañado, comer, beber) que nos permiten la supervivencia.
Uno de los fundadores de los estudios en el área de la neurociencia social, John Cacioppo, de la Universidad de Chicago, relata investigaciones en las que han hallado que las personas desconectadas de otros individuos tienen consecuencias físicas. Hoy sabemos que sentirse aislado es un factor de morbilidad y mortalidad más importante que la obesidad y el alcoholismo. El aislamiento afecta la calidad del sueño y aumenta los síntomas depresivos y los niveles matinales de cortisol (una hormona del estrés). Esto se extiende a animales sociales no humanos.
Por lo general, escuchamos a la gente comentar que tiene dolor físico, hambre o sed, pero no que se sienten solos. Porque el sentimiento de soledad representa un estigma en la actualidad.Cuando uno se siente solo, es importante reconocer la situación, y entender el efecto negativo que produce en nuestro cerebro, cuerpo y conducta. Pero también hay que comprender que la diferencia no la hace la cantidad de personas con las que se rodea, sino la calidad del tiempo compartido con amigos y familia, una pareja confiable o sentirse parte de algo más grande que uno mismo (conectividad colectiva).
El sentimiento de soledad está creciendo en las últimas décadas. En un estudio en la década del 80, en Estados Unidos se observó que 20% de los sujetos se sentían solos en un momento de su vida. Hoy esa cifra se duplicó. Nuestros cerebros, cuando se sientes solos o aislados, responden con un mecanismo de autopreservación. Un estudio de neuroimágenes mostró que los cerebros aislados activaban más las áreas de atención a imágenes negativas socialmente, mientras que las áreas involucradas en el control de la atención que se necesita para ponerse uno en el lugar del otro, en tomar la perspectiva de otra persona, reducían la actividad.
Como dijimos en otras oportunidades, la complejidad de nuestro cerebro es consecuencia, al menos en parte, de la complejidad social que ha alcanzado nuestra especie a lo largo de su evolución. En tanto somos seres sociales, creamos organizaciones que van más allá del propio individuo, desde la familia hasta las comunidades nacionales o globales. Así, surgen instituciones, grandes ciudades, países con sus constituciones nacionales, parlamentos, presidentes, policías, maestros, etc. que nos conminan a establecer vínculos fugaces o permanentes, a adecuarnos a pautas de convivencia, a entender qué piensa el otro.
La llamada “Teoría de la Mente” es la capacidad que tenemos para inferir los estados mentales de otras personas y es una habilidad universal que subyace a la interacción en sociedad. Para poseer una eficiente Teoría de la Mente debemos reconocer que las otras personas actúan en base a sus propias metas, que pueden diferir de nuestras perspectivas acerca del mundo. Una vez comprendido esto, debemos ser capaces de comparar la perspectiva de uno con la ajena.
La empatía, por su parte, podría definirse como una respuesta afectiva hacia otras personas, que puede (o no) requerir compartir su estado emocional. Implica además la capacidad cognitiva de comprender el estado de otros y regular nuestra propia respuesta emocional. Los investigadores proponen que la empatía ocurre cuando somos capaces de suspender nuestro foco atencional “único”, o sea nuestra propia mente, para adoptar un foco atencional “doble” al tener en cuenta la mente de la otra persona al mismo tiempo que la nuestra. Cuando pensamos solamente en nuestra propia mente, la empatía desaparece; cuando nos focalizamos en la mente e intereses del otro conjuntamente con la nuestra, nuestra empatía se enciende. Para que el proceso de la empatía se complete, es necesario además de identificar lo que otra persona siente o piensa, dar una respuesta acorde a sus pensamientos y sentimientos con una emoción apropiada. Esto sugiere que existirían dos etapas en la empatía: reconocer y responder. Ambas serían necesarias, ya que reconocer sin reaccionar, no es suficiente para tener empatía. Sentir el “dolor de otro” es un ejemplo de comportamiento empático.
Michael Gazzaniga, de la Universidad de California Santa Bárbara, es considerado el pionero del campo de las neurociencias cognitivas.En un diálogo que tuvimos hace un tiempo, él realizó una interesante reflexión sobre los alcances y la importancia de los estudios sobre el conocimiento del cerebro social: “Lo que hacemos los humanos la mayor parte del tiempo es pensar sobre procesos sociales, es decir, sobre nuestra familia, sobre el colegio, sobre nuestros amigos, sobre cuáles son las intenciones de las otras personas hacia nosotros. No andamos por ahí pensando en problemas complicados”.
Estos conceptos ligados a las neurociencias sociales también pueden resultar claves para abordar cuestiones políticas e institucionales. Después de todo, si alcanzamos a desarrollar de manera creciente nuestra experiencia empática para con nuestra comunidad, es probable que lleguemos a comprender lo que piensa el otro, sentir lo que siente el otro y convivir así más pacíficamente. Asimismo, nos sirven para poder dar cuenta de procesos históricos. Una de las claves del liderazgo es la capacidad de entender al otro, poder inferir lo que sienten y piensan los demás. Martín Luther King y Nelson Mandela son ejemplos de grandes líderes que lograron transformaciones sociales a través de convicciones enérgicas. El mundo no es igual porque ellos comprendieron cuál era el deseo de los demás. Así orientaron sus pasos en la búsqueda de la justicia, del desarrollo y de la libertad.Y el mundo es mejor por eso.
Los verdaderos líderes tienen la capacidad de representar los deseos colectivos, guiarlos, absorber la esperanza de su prójimo y devolverla amplificada en gestas sociales. Los grandes hombres como ellos son cabales ejemplos de líderes concebidos por sus contemporáneos, modelos de grandes hombres que forjaron sueños y los transformaron en futuro. Si hay un denominador común entre esos próceres de nuestra reciente historia es el eminente valor de su “cerebro social”, la eficaz conexión con tantos otros: su pueblo.
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