Hace 33 años, el 5 de julio de 1984, Diego Armando Maradona hacía su presentación como jugador del Nápoli en el estadio San Paolo de esa ciudad del sur de Italia.
80.000 personas fueron al estadio a cancha ese día sólo para verlo lucir la camiseta celeste de la institución napolitana, la que nunca había logrado el título de la primera división del fútbol italiano en sus -para entonces- casi 60 años de historia.
Fue un amor a primera vista. Diego se enamoró de Nápoles tanto como su gente de él.
El mejor jugador del mundo -para muchos, y me incluyo, el mejor de todos los tiempos- se identificó con las esperanzas, tantas veces postergadas, de quienes soñaban con una alegría que parecía inalcanzable. Se identificó también con el Sur pobre, postergado, ansioso de demostrar su valía aunque más no fuera en el terreno deportivo.
Maradona no los defraudó. Los llevó a la victoria en dos campeonatos inolvidables, 1987 y 1990 fueron los dos primeros trofeos del Napoli en la máxima categoría del Calcio. También fueron -hasta hoy- los únicos.
La pasión napolitana por su ídolo nunca cesó. La camiseta del “10” sigue siendo el máximo símbolo del club y la leyenda de Maradona creció año a año.
Hoy la ciudad le entrega la máxima distinción, la de ciudadano ilustre. Como no podía ser de otro modo, todo Nápoles, desbordada desde su arribo, se reune para homenajearlo, para disfrutar nuevamente de su presencia, para reafirmar a través de su figura la identidad napolitana.
Entre ellos hay numerosos jóvenes que jamás lo vieron jugar pero que recibieron de sus padres esa suerte de ritual maradoniano, el amor incondicional por quien les dio esa porción de gloria que siempre recordarán.
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