Hace once meses tres ataques terroristas en París causaban 18 muertes, incluyendo las de los atacantes suicidas. El principal fue dirigido contra Charlie Hebdo, una conocida publicación satírica francesa.
El pasado viernes 13 de noviembre el horror se multiplicó. Los nuevos ataques causaron al menos 129 muertos y cientos de heridos pero además se dirigieron en forma totalmente indiscriminada –y con un ensañamiento escalofriante- hacia personas que transcurrían la noche de ese día en bares o habían acudido a un teatro parisino para presenciar un espectáculo de rock.
No cabe duda de que hablamos de crímenes de lesa humanidad. Del asesinato brutal de población civil perpetrado con el exclusivo fin de sembrar terror. Del desprecio alevoso por el más elemental de los derechos humanos: el derecho a lavida
La condena mundial es –no podría ser de otro modo- total e incondicionada. Se trata de actos que nos conmueven y duelen profundamente, más aún cuando afectan a países y personas con las cuales tenemos un vínculo histórico y cultural que facilita identificarnos con las víctimas. No es ese un dato menor a la hora de evaluar nuestra reacción emocional porque, más allá de las normas que nos rigen, de la igualdad de todos los seres humanos ante la Ley y de los derechos que –en teoría- deberían garantizarse a cada persona que pisa la Tierra, la cercanía con quienes padecen el horror incide inevitablemente en el impacto que ese horror nos causa. Pero todas las víctimas duelen y horrorizan.
En las últimas décadas, la humanidad enfrenta ataques de este tipo con demasiada frecuencia. Si revisamos algunos datos recientes podremos comprobar que sólo en Iraq murieron en atentados terroristas 717 personas en septiembre de este año y casi el doble habían sido las víctimas en agosto. La modalidad de esos atentados –coches bomba en lugares públicos, por ejemplo- no es demasiado diferente a la del espanto vivido en París.
Por cierto que esta brevísima mención a la universalidad del problema no quita en absoluto gravedad ni minimiza los ataques del 13 de noviembre. Sólo los ubica en un contexto que ya debería dejar de sorprendernos y donde es imprescindible asumir la magnitud de la cuestión, tanto como la necesidad de afrontarla.
Cómo hacerlo es la pregunta que nos angustia y no hay respuestas fáciles ni directas. Parece claro que no lo haremos, por ejemplo, buscando chivos expiatorios entre los millones de refugiados que huyen de guerras interminables. Mucho menos incrementando la xenofobia o la “islamofobia”, ambas versiones de un fundamentalismo no muy diferente al que postulan quienes conducen a los asesinos seriales que matan para aterrorizar.
En un mundo globalizado, con poderes económicos hiperconcentrados y sin reglas que protejan los derechos de las personas, precisamos ante todo instituciones universales capaces de asegurar la paz, como punto de partida básico, y de enfrentar a quienes la violan o amenazan.
Necesitamos un geoderecho –un derecho global, un derecho de la Tierra- que prevenga, combata y sancione los crímenes de lesa humanidad. Que fije pautas justas a las cuales todos, sin excepción, sin privilegios, impunidad ni inmunidad, debamos someternos
El camino es largo y complejo, pero no parece haber atajos a la vista.
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