Hace unos días nos encontramos a cenar con unas amigas. Dejamos a los chicos al cuidado de nuestros maridos y salimos solas a disfrutar de una efímera libertad, esa que se convierte en zapallo ni bien volvemos a casa. ¡Pero libertad al fin! ¡Qué bien se siente, de vez en cuando, juntarnos a hablar sin interrupciones!
Después de charlar un rato de política y de trabajo, otro tanto de libros y de cine, bastante rato de críos, mucho más de maridos y sus (y nuestros) reclamos; después de pasear, por decirlo de alguna manera, por todos esos temas imprescindibles de la agenda femenina, hubo uno que copó por completo la velada. ¿Adivinaron? ¡Sí! El cuerpo.
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No es que no podamos hablar de otras cosas. Digo, éramos una abogada independiente, una licenciada en recursos humanos que trabaja en una multinacional, una periodista y docente, una profesora universitaria, una psicóloga y una economista. Pero, a pesar de nuestras profesiones y de ser mujeres ocupadas, el cuerpo, ese que inexorablemente cambia con los años y que añoramos cada vez que nos enfrentamos al espejo, no deja de ser un eje importante de nuestras vidas.
Está la que siempre tuvo sobrepeso y la que nunca lo padeció hasta ahora. Una que fue mamá hace poco y se siente mal con su cuerpo, y otra que anuncia que, después de dar muchas vueltas y a pesar del miedo, tomó una decisión: se hará una lipo (lipoaspiración). La mayor dice que ya no se mira de cuerpo entero en ningún cristal y la más joven cuenta que se topó con un ex alumno de la facultad y, cuando decidió seguir su camino, escuchó que él decía: “Era mi profe de la facu, divina… ¡pero ahora está re baqueteada (sic)!”.
Hoy pareciera mejor tener lolas operadas que naturales. El peso y las dietas son motivo de preocupación para la mayoría, incluso en gente delgada. Las arrugas ya no son “ese algo indescriptible que procede del alma”, como recitaba la pensadora feminista Simone de Beauvoir, autora del maravilloso tomo El segundo sexo. Despojadas de todo carácter poético, las arrugas se erigen como símbolo de la decadencia de la juventud y la belleza.
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La cola debe estar turgente. La panza, chata y marcada. Las piernas y los brazos, firmes. Los pies y las manos suaves. La cara lisa y sin arrugas. El pelo, brilloso y peinado a la moda. Y, como si ésto fuera poco, tenemos que mostrarnos felices, confiadas, positivas, fuertes, valientes. ¡Cuánta presión!
¿Qué nos está pasando? ¿Por qué nos importa tanto nuestra apariencia, cómo nos ven los otros? ¿Por qué estamos tan preocupadas por ser lo que no somos? ¿Para quién queremos lucir “perfectas”?¿Qué es lo que buscamos con la obsesión con el cuerpo?
Hoy la belleza es prisión. Y, aunque estamos más atareadas que nuestras madres o abuelas por animarnos a volar fuera de la “jaula doméstica”, vivimos demasiado preocupadas por la apariencia, dedicamos demasiado tiempo a observarnos en detalle.
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La pensadora Alejandra Walzer Moskovic, autora de La belleza y profesora titular de la Universidad Carlos III de Madrid, explica que, “cuando la imagen corporal queda fragmentada en pequeñas ´zonas de combate´, tendemos a buscar aquellos productos capaces de dar respuesta a cada una de las `zonas de conflicto`”: “celulitis en la cola”, “panza fláccida”, “patas de gallo”. Y, así, quedamos fragmentadas. Desesperadamente fragmentadas, salimos a buscar las mil y una pociones que nos ayuden a alcanzar el ideal de belleza, pero ¿a qué costo?
Hoy la mirada del otro importa tanto, impacta tanto en nuestras emociones y en nuestra autoestima, que, cuando nos sentimos observadas, ya no somos nosotras. ¡Somos lo que los demás ven de nosotras! Y, lamentablemente, muchos solo ven un cuerpo: somos invisibles
Quizás la salida sea desplazar al cuerpo como eje, destronarlo. Quizás sea cambiar su lugar en la cultura: de objeto a instrumento. Tal vez dependa de instalar con fuerza otras temáticas en cada conversación con amigas, en el diálogo con los hijos, en los medios.
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Hace algunas noches le leí a mi hija mayor una historia que se titula “Yo mataré monstruos por ti”. Su autor es Santi Balmes. El libro narra la existencia de dos mundos paralelos: el de los niños y el de los monstruos. Uno es la contracara del otro. Así como los chicos les temen a los monstruos, los monstruos les temen a ellos.
Y, en ambos mundos, existen madres y padres dispuestos a “matar” (como metáfora de “disolver el miedo”) a esos seres que asustan. Lo interesante es que en un pasaje de la narración un padre le dice a su hija: “El tamaño de los monstruos dependerá del miedo que les tengas”.
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Esa frase me dejó pensando… Tal vez el malestar con el cuerpo dependa de cuánto espacio le demos a la belleza y a la obsesión. Si le damos prioridad a otras cuestiones, buscando el equilibrio sin obsesión ni descuido, así, tal vez, logremos ser mucho más que un cuerpo.
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