“Hace unos días una periodista me preguntó en tono desafiante si yo siempre hablaba de muerte en las charlas o entrevistas. Le dije: “No. Siempre hablo de la vida”. No me creyó. Una mueca socarrona se dibujó en su cara. Como tantos otros, ella debe haber creído que cuando se habla de la vida no se puede incluir la muerte. En primer lugar, porque nombrarla ya parece algo satánico y de mala suerte, y en segundo lugar, porque la muerte parecería pertenecer a otra dimensión que los humanos occidentales, sobre todo, pretendemos erradicar de nuestro pensamiento.
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Dicen que soy “especialista en duelo”. Es un título que puede chocar. Es cierto que en el trabajo clínico, además de asistir a personas con las más variadas historias y problemáticas, acompaño a mucha gente en el proceso de la pérdida de un ser amado, pero no sé si he elegido esto último por vocación.
Tampoco sé si cuando estudiaba me imaginaba que alguna vez iba a dedicar gran parte de mi vida a acompañar a personas en duelo. Es un dolor que no se parece a ningún otro. Convertir en misión de ayuda una vivencia de la vida tiene un fin las más duras de la vida es un motor para tomar grandes decisiones, como la de hacerse cargo de lo que a cada uno le toca y darle un sentido.
Recuerdo perfectamente que me aterraba la idea de perder a alguien amado; pensar en la muerte de una hija tampoco entraba en mí, de ninguna manera. Es que desde la dimensión intelectual muchas cosas son imposibles de pensar. Lo que sucede es que luego, cuando uno las va viviendo, de a poco se va haciendo a la idea de que “eso” que nos pasa nos está pasando a nosotros y no al que sale en el noticiero, o en el diario, o a un vecino lejano. Sí, hay cosas que nos suceden y pueden sucedernos a todos los seres humanos, sin importar cuánto dinero tenemos o cuál es nuestra edad, condición física o el lugar donde vivimos.
La muerte no discrimina. Cuánto aprendemos de las vivencias cuando son propias. La vida nos plantea desafíos constantes y según cómo nos posicionemos frente a ellos iremos sumando o no conocimiento y aprendizajes. Si queremos hacernos cargo, entonces lo que experimentamos se nos vuelve lección.
¿Si nos volvemos maestros? No lo cero. La arrogancia de creer que ya lo sabemos todo nos derrite la inteligencia y no nos permite seguir aprendiendo. He conocido a tanto “jefe de…”, “capo en…”, “director de…” que, lamentablemente, se encandilaron con sus honores y en algún momento detuvieron su crecimiento por trascender desde la esfera de lo humano a la esfera de los “genios”.
Esos que no se mueren jamás, desde su imaginación y la de quienes los siguen como gurúes. Cada uno de nosotros somos personas con historias especiales, capaces de vivenciar lo que a cada uno le toca; todos podemos estar de un lado o del otro de las veredas de la vida, y nunca debemos olvidarnos de que en algún momento nos tocará partir, tengamos los títulos que tengamos y hayamos hecho lo que hayamos hecho.
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No se trata de pesimismo sino que es la verdad, aunque nos cueste muchísimo entenderlo. En algún momento de nuestro crecimiento evolutivo, y aun si tenemos la suerte de gozar de una excelente salud, moriremos. Porque tenemos fecha de vencimiento, precisamente en un envase (nuestro cuerpo) en el cual no se lee esta información. Sabemos que si nos cuidamos, llevamos una vida sana, no nos hacemos mala sangre, discutimos poco, nos enganchamos casi nada en los problemas, nos reímos, hacemos deporte, tenemos una dieta balanceada, respiramos aire puro, llevamos relaciones basadas en la comunicación y un hogar armonioso, viviremos más.
Parece algo difícil lograrlo. Vivir una vida plena de armonía es imposible y eso tampoco nos asegura la eternidad. Habrá quienes lleven vidas muy tormentosas y vivan hasta los ciento veinte, y otros que sean felices y vivan poco. He visto morir a tantos optimistas, y morir de vieja a tanta mala gente, que las fórmulas que tenemos y en las que queremos creer a veces se nos rompen.
¿Para qué sirve concientizar la verdad? Para integrar a la vida que llevamos su última etapa, que es la muerte. Esta es la última instancia de la vida. Así termina nuestro recorrido de lo que para algunos será una única vida y, para otros, según sus creencias, será una de las varias vidas que vayamos a tener. ¿Lo que yo creo? Eso no importa, como tampoco importa que cada uno crea lo que mejor le haga, porque fielmente nadie tiene la verdad absoluta.
Hay que aprender a respetar los diferentes modos de encarar estos procesos, porque se nos hace tan duro que intentamos buscar modos que nos permitan transitarlo
Nadie sabe si se llamó Carlota o Juan en alguna vida anterior, o quién puede haber sido; solo sabemos quiénes somos hoy y que, aun llevándonos a cuestas, hay muchas cosas que todavía no conocemos ni entendemos de nosotros mismos. Sin embargo, hay cosas que me gusta pensar e imaginar sin misticismos.
Me gusta sentir que mi hija que falleció hace nueve años está cerca, darle una entidad precisa de color naranja y forma de mariposa, con todo lo que significa. Imaginar que ella les susurra al oído a quienes decoran los escenarios de las charlas siempre con detalles de color naranja sin conocerme.
Me encanta haber aprendido tanto y que la experiencia de su partida no haya sido en vano. Quiero creer que formamos parte de la “escuela vida” y que es acá adonde venimos a vivenciar, para aprender, no para comprender (…)
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Nombrar la muerte debería ser natural. Transcurrir un proceso negando su final es condenarse a vivirlo sin demasiado sentido. Vivimos un embarazo pensando en su final, porque es entonces cuando, si todo marchó bien, conoceremos a nuestro hijo/a. Formamos una pareja de novios pensando que, en algún momento, esa etapa se terminará para pasar a formar un matrimonio. Estudiamos una carrera añorando su fin, porque en ese momento recibiremos la habilitación para poder ejercer nuestra profesión.
Imaginen lo duro que sería no contar con estos finales, ¿para qué nos embarazaríamos o nos pondríamos en pareja o estudiaríamos, si no tuviéramos un objetivo? ¿No son menores las molestias o los dolores cuando sabemos que tienen tal o cual fin? Entonces, ¿por qué vivimos negando el fin? Quizás por la ansiedad que nos genera no poder controlarlo todo y por intentar anticiparnos a lo que vendrá. Pero la vida es un sinfín de incógnitas.
Cuando aprendemos a aceptar que no lo sabemos todo y que graduarnos de “genios” no nos hace tampoco inmortales, tenemos una invitación a vivir con más humildad y aceptación.
Nombrar la muerte sin duda es nombrar la vida.
Propongo ahondar en la resiliencia como herramienta para volver a vivir, de autoconocimiento y autodescubrimiento. Cuestionarse y preguntarse a partir de lo que vayan leyendo, “usarse” a ustedes mismos en el buen sentido de la palabra para bucear en las profundidades de su ser y lograr vivir mejor”.
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