Hace menos de dos años las grotescas imágenes de José López y sus bolsos repletos de dinero arrojados al interior de un convento generaron un estallido de hastío e indignación en la sociedad.
Hoy es otro nombre con el mismo apellido el que desborda la paciencia social y coloca a la Justicia en una de las más intensas percepciones de desprestigio que se recuerden.
Ocurrió con José y ocurre con Cristóbal. Nadie descubrió entonces ni descubre ahora la corrupción. No estuvimos ni estamos ante situaciones novedosas ni revelaciones insospechadas. Sí ante la sensación de lo intolerable, de la necesidad de avanzar en serio contra la impunidad
Tras los bolsos de López algo sucedió. Nada sustancial, nada definitivo pero el impacto se sintió. Luego de años de infructuosas campañas se logró la sanción de la Ley de Acceso a la Información Pública y de una primera aproximación a la figura del arrepentido aunque claramente insuficiente y cuya modificación es urgente e indispensable si queremos desarmar las complicidades mafiosas y llegar a los principales responsables de los grandes actos corruptos.
El empuje no alcanzó para sancionar la extinción de dominio –que duerme en los cajones del Senado desde un año y medio-. Tampoco para abreviar los quince años promedio que llevan los juicios de corrupción. La Justicia Federal en lo Penal, el Fuero encargado de esos procesos, se limitó a producir algunos actos de cierta espectacularidad y –en muchos casos- de escasa consistencia como prisiones preventivas destinadas a ser revocadas en breve lapso.
El común de la gente no comprende –como es lógico- los tecnicismos de los procedimientos judiciales. En cambio sabe que, para decirlo con palabras sencillas, “nadie va preso” por crímenes de corrupción y, lo que muchas veces indigna aún más, casi nunca (y el casi es una concesión a la relatividad de las cosas) el Estado recupera las inmensas sumas que le (nos) son robadas.
Por eso el caso Cristóbal López ha vuelto a conmover a la opinión pública, porque sus circunstancias son, otra vez, demasiado groseras como para que pasen desapercibidas o se agreguen como una perla más al reluciente collar de la corrupción
Es difícil tolerar que quien cobra por cuenta del Estado un impuesto que todos debemos pagar como el de los combustibles, en lugar de rendirlo de inmediato, se lo apropie para sí y después pida devolverlo en cómodos planes de pagos (que tampoco cumple). Peor aún es que eso suceda durante años y que el dinero apropiado ascienda a cifras escandalosas que se cuentan en miles de millones.
Pero lo que colma todo límite es que la Afip, el mismo órgano recaudador estatal que le da de baja el Cuit al cuentapropista que no paga el monotributo o intima ante el menor incumplimiento tributario, haya sido el cómplice indispensable de una maniobra tan alevosa y enorme.
También sabemos que esas inmensas sumas se utilizaron para comprar otras empresas, en particular diversos medios de comunicación y que el grupo empresario entero está hoy al borde de la quiebra, con miles de puestos de trabajo en riesgo inminente y el Estado enfrentado además a la imposibilidad de recuperar su crédito.
Cristóbal López y Fabián de Souza están procesados por apropiarse de las enormes sumas que cobraron en concepto de impuestos y estaban en prisión preventiva por las múltiples maniobras -descriptas por el Juez que así lo dispuso- cuya finalidad era impedir que el Estado recuperase algún día lo que se llevaron.
Era pues natural que la resolución que no sólo los liberó sino que modificó la calificación del delito convirtiéndola en una mera evasión fiscal, provocase una masiva reacción de repudio.
La imagen del Poder Judicial está profundamente deteriorada. La de la Justicia Federal habita muy por debajo del subsuelo. Basta una rápida lectura –entre otros aportes de expertos en el tema- del demoledor “Libro Negro de la Justicia” del periodista Tato Young para comprobar que el problema no es sólo de imagen.
La sociedad no desea prisiones preventivas sino sentencias que, según corresponda en cada caso, condenen o absuelvan en procesos sustanciados de acuerdo a la Ley. El problema es que algo tan elemental para un Estado de Derecho Democrático como impartir justicia en un tiempo mínimamente razonable, se parece cada día más a una utopía
El reclamo está planteado. La Justicia debe transformarse con la rapidez y eficacia que le impone el momento. No hay salida sino dentro de las instituciones democráticas y éllas deben estar a la altura de tiempos en que la sociedad demanda poner fin a la impunidad.
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