Hace algo más de 50 años Dante Panzeri, aquel inolvidable maestro del más popular de los deportes, escribía una obra mucho más citada que leída y por lo general incomprendida.
Panzeri hablaba de un juego, de un hermoso juego que atrapa a cientos (o miles) de millones de personas en todo el mundo y destacaba que era absurdo pretender encuadrarlo como si fuese una ciencia exacta, encasillarlo en tácticas rígidas, privarlo de su magia. Sostenía que siempre podía aparecer “lo impensado”. Que esa imposibilidad de predecir el curso de los partidos –y, claro está, del resultado final- era uno de los condimentos esenciales de un deporte único.
Sin embargo lejos estaba Panzeri de plantear que el fútbol era “impensable”, que no tuvieran sentido la preparación, el trabajo sostenido o el esfuerzo para conformar un buen equipo y llegar al momento de jugar en las mejores condiciones.
El Mundial de Rusia, que para la Selección Argentina acaba de concluir, es una interesante demostración de una parte del profundo análisis del recordado maestro. Lo impensado ha sido, en varios casos, determinante.
Equipos de países con larga tradición futbolera, como Holanda e Italia, ni siquiera han llegado a participar. El último campeón, Alemania, inevitable candidato en cualquier torneo, no superó su grupo, que en teoría debía ganar con facilidad. Uno de los grandes aspirantes al título, la España del juego admirado, de la Liga poderosa, partió en octavos de final, sin pena ni gloria, ante un rival por el que nadie, ni sus hinchas más fanáticos, apostaba dos centavos.
La Argentina, que para casi todos debía ganar su grupo cómodamente, debió pelear para alcanzar en forma casi milagrosa la clasificación. Sucumbió luego ante un rival muy superior en un partido donde lo extraño fue el 4 a 3 del final, tan ajustado como mentiroso pues la diferencia –en términos de esa “razonabilidad” que a veces se ausenta de la mano de lo impensado- pudo ser catastrófica.
Parecería entonces que sólo queda aceptar que el fútbol es imprevisible y puede ganar cualquiera, pero ¿es realmente así?
La historia lo desmiente de manera contundente. Desde 1930 se celebraron 20 torneos mundiales de fútbol y sólo 8 países lo ganaron, 5 de ellos más de una vez. Entre Brasil (5), Alemania e Italia (4 cada una) triunfaron en casi dos tercios de los campeonatos.
La calidad de los futbolistas es un ingrediente fundamental pero los demás aspectos son igualmente necesarios. La organización del deporte en cada país, el trabajo de preparación, la coherencia y la consistencia, la conformación de equipos con verdadero sentido de tales, una dirigencia mínimamente capaz de llevar adelante ese proceso o, al menos, de no obstaculizarlo, son cuestiones que nadie podría discutir.
Tanto Alemania como España cometieron errores importantes que sería largo enumerar, ya comenzaron a reconocer y seguramente rectificarán a corto plazo, pero difícilmente se pueda imputar a su dirigencia y entidades que rigen allí el fútbol graves responsabilidades estructurales.
El resultado obtenido por la Argentina, por el contrario, probablemente no entre en la categoría que tan brillantemente definió Panzeri.
Cuando todo se hace mal lo impensado sería que el resultado fuera bueno. La mejor definición de lo ocurrido puede encontrarse en el título de la novela del genial García Márquez: Crónica de una muerte anunciada
Si el problema fuera sólo futbolístico, más allá de la enorme pasión por este deporte que habita en buena parte de los argentinos, sería cuestión de asimilar el dolor, recordar que, al cabo, se trata de un juego y pensar en cómo mejorar para el próximo.
Lo dramático es que el fútbol no es más que un reflejo de un país cuya dinámica es sin duda la de lo impensado, lo imprevisible, lo incierto
De allí que más de la mitad de la población –como indican las encuestas realizadas dos días antes de la derrota ante Francia- fuera capaz de creer que la Selección llegaría a la final del Mundial y casi la mitad estuviera convencida de que la ganaría.
Vale la pena repetirlo, eso no ocurrió antes del comienzo del torneo sino cuando ya se había comprobado, en los tres partidos del grupo clasificatorio, la enorme fragilidad de un equipo que nunca logró ser tal, pese al esfuerzo personal de muchos de sus jugadores.
El mejor jugador del mundo puede ser decisivo en un equipo, puede hacer magia por momentos, pero ni Messi ni nadie tiene espaldas para cargar una mochila tan pesada como los sueños o delirios de decenas de millones de argentinos.
Una vez más despertamos del sueño y volvemos a la realidad, donde el fútbol sigue manejado por la misma patética dirigencia que lo destruyó, donde el Director Técnico ni siquiera considera renunciar y pretende cobrar los millones de dólares que con escandalosa irresponsabilidad –por así decirlo- se le ofrecieron y donde nuestro país sigue ofreciendo cada día la más variada gama de fenómenos impensados.
No habrá Messi que nos salve de nosotros mismos. No habrá camino que podamos construir sin unirnos, sin lograr que esa extraña pasión de la que somos capaces ayude a construir un día a día de trabajo común en el marco de un proyecto mínimamente consensuado y adoptado como tal.
Políticas de Estado que son tan necesarias para el fútbol como para la vida de una Nación que debe, al fin –y con urgencia-, pensarse.