Días antes de Navidad, el 18 de diciembre de 2017, el macrismo logró la aprobación en el Congreso de la ley de reforma de las jubilaciones y pensiones en una sesión maratónica, con unas 12 horas de debate, y luego de los gravísimos incidentes iniciados por grupos de izquierda y sectores vinculados al kirchnerismo. Los tristes y graves sucesos de violencia nos obligan a reflexionar para recuperar urgente las pautas mínimas de convivencia y respeto básico por las instituciones democráticas del Estado de Derecho.
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No nos referimos aquí al proyecto de ley que trataba el Congreso de la Nación cuando ocurrieron. Ese es un debate importante, sin duda, pero nada tiene que ver con el objeto de esta columna. El foco es otro: la democracia –o, para decirlo mejor, su práctica, tanto en nuestro país como en el mundo- dista, ciertamente, de ser un sistema que siquiera se acerque a lo óptimo o cuyo funcionamiento garantice los derechos que, en teoría, aseguran la Constitución, los Tratados Internacionales y las leyes. La democracia es sin duda muy perfectible y es necesario mejorarla, para lo cual la participación del conjunto social debe ser mucho más activa.
La democracia tiene, pese sus serios problemas, algunas virtudes extraordinarias y, podríamos decir, únicas. La primera es que a lo largo de los miles de años de historia humana no se conoció nada mejor
No tenemos alternativas superadoras a la vista sino que, por el contrario, en el corto tiempo transcurrido desde que la conocemos –en términos históricos- la ruptura del orden democrático siempre empeoró la situación.
En la Argentina no precisamos de antecedentes lejanos o de experiencias de otros países. Las dictaduras fueron a cual peor, a cual más dañina. La última de ellas fue el período más siniestro de nuestros 200 años de historia patria.
Otra virtud destacable del Estado de Derecho democrático es que el pueblo decide a través de su voto, tiene el derecho y la obligación de elegir a los que gobiernan y éstos lo deben hacer como servidores de quienes los eligen. Ningún otro sistema garantiza ese origen popular del mandato de los gobernantes ni, mucho menos, el derecho a volver a decidir al término del período por el cual se los eligió.
Podríamos extendernos en páginas y páginas sobre las –supuestamente obvias y conocidas- virtudes democráticas. Por solo citar una más mencionemos el constante avance en materia de reconocimiento de derechos a las personas, la construcción de lo que la Corte Suprema ha definido como un piso de vida digno, las condiciones mínimas a las que debe acceder cada persona.
El punto de partida para la vigencia de la democracia es la legitimidad del voto popular. La gente decide a través del voto y esa decisión no se puede discutir.
Los recientes hechos de violencia van mucho más allá de la anécdota puntual, de los delitos cometidos –que, todos ellos, deben ser investigados y juzgados- de las imágenes brutales que nos lastiman
Esos hechos son el final de una secuela extensa de actos contra un gobierno electo democráticamente que vale la pena enumerar:
Lo descripto fue protagonizado por sectores partidarios que reunieron en las últimas elecciones más del 20% de los votos en todo el país, vale decir que no se trata de pequeños grupos irrelevantes sin representación política. En ese contexto deben leerse los sucesos dramáticos de la última semana.
Sobre la misma base hay que interpretar las maniobras que, desde afuera y desde adentro del edificio del Congreso se hicieron para impedir que los legisladores sesionaran. Algo similar, incluso con mayor gravedad porque incluyó la entrada por la fuerza a la Legislatura Provincial, ocurrió en la Provincia de Buenos Aires durante una sesión de su Cámara de Diputados.
La democracia es un valor colectivo, de la sociedad en su conjunto y es independiente de las diferencias que cada uno tenga con el gobierno de turno
Las conductas descriptas no agravian a un gobierno determinado sino al sistema democrático como tal.
La libertad de expresión es uno de los principios esenciales del Estado de Derecho. Todos podemos expresarnos ante cada medida o propuesta de tal y, por fortuna, así ha sido desde el retorno de la democracia.
Así debe seguir siendo, más allá de la imperiosa necesidad de acordar pautas mínimas de razonabilidad en la ocupación del espacio público para que el derecho a la protesta no afecte los derechos de los demás. Es otro tema para debatir con pleno respeto de todas las posturas.
Sin embargo, resulta fundamental comprender que la libertad de expresión jamás puede justificar el desconocimiento del orden constitucional, de la legitimidad democrática, del principio de que el pueblo sólo gobierna a través de sus representantes
No es así sólo porque lo dicen las normas, es así porque de lo contrario regresaríamos a la selva, a la ley del más fuerte, allí donde nunca se reconocería la voluntad popular sino la de quien tenga más poder.
La experiencia –y, como parte de ella, la memoria del horror- nos indican que ese mayor poder jamás se usa más que en beneficio de quienes lo tiene y, sobre todo, en función de que esos mismos logren retenerlo indefinidamente.
Por eso volvemos al título y afirmamos: La democracia NUNCA debe ponerse en riesgo.
Si logramos acordar ese punto y condenar la violencia como metodología política tenemos un punto de partida para discutir todas y cada una de las medidas del gobierno de turno, para apoyarlas o protestar contra ellas. Para proponer alternativas mejores o, simplemente, para que cada uno desarrolle la actividad política que le parezca mejor, siempre dentro del marco democrático.
Si no lo logramos, el riesgo es grande y no podremos decir que no lo conocíamos.
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