La corrupción sistémica que afecta a nuestro país es un gravísimo problema institucional, político y económico.
La corrupción ha sido y es un fenómeno presente, en diferentes grados, a lo largo de la historia en todos los rincones del planeta. Sin embargo en las décadas recientes se ha agudizado, en particular en la región y en la Argentina, hasta alcanzar niveles de organización y alcances que la convierten en un problema sistémico.
Las recientes investigaciones judiciales desarrolladas en Brasil, por ejemplo, sacan a la luz un verdadero sistema de apropiación de enormes recursos del Estado por la vía del manejo de las compras y contrataciones públicas. Concursos de precios y licitaciones amañadas, sobreprecios que van a los bolsillos de los funcionarios responsables –desde los más altos a los intermedios-, a la financiación ilegal de la casi totalidad de los partidos políticos e incrementan las ganancias de las empresas. Todo ello efectuado con “eficiencia” delictiva, cuidado ocultamiento y complicidades mafiosas de los partícipes.
Hay múltiples indicios y pruebas de numerosos casos de corrupción similares en la Argentina, en la obra pública y en muchos otros ámbitos de la gestión estatal. Las fundadas sospechas sobre los vínculos entre funcionarios, organismos de seguridad, narcotráfico y crimen organizado son otro ejemplo de gravedad incuestionable.
Es preciso enfatizar, una vez más, que la corrupción no tiene signo ideológico, no es “de izquierda” ni “de derecha”. La apropiación de fondos públicos –destinados por su naturaleza a la atención de las necesidades básicas de toda la población como la salud, la educación, la seguridad, el trabajo digno y demás garantías constitucionales- es un grave crimen contra la sociedad.
La corrupción no sólo es responsable de la pérdida de vidas –como en el caso del terrible siniestro de Once- sino de la privación de derechos básicos a millones de personas
Genera además una profunda desconfianza en la dirigencia que queda inevitablemente desprestigiada y sospechada aunque no haya participado de los actos corruptos. Produce así un enorme daño a las instituciones y pone en riesgo al Estado de Derecho Democrático como sistema de convivencia armoniosa y solidaria.
Es indispensable pues convertir la lucha contra la corrupción en una verdadera Política de Estado y, de ese modo, colocarla por encima de las legítimas disputas partidarias y de los siempre necesarios disensos ideológicos. Los corruptos deben ser tratados como tales sin importar la supuesta pertenencia política que aleguen.
Los avances en esta ardua lucha son –si los miramos con optimismo- de una lentitud exasperante y de una insuficiencia notoria. Haciendo una brevísima –y en absoluto taxativa- enumeración de algunas cuestiones al respecto advertimos que:
* Se logró la sanción de normas importantes y necesarias como la ley de acceso a la información pública y la del arrepentido. No se logró en cambio sancionar la extinción de dominio ni la limitación al mínimo indispensable, bajo estricta transparencia y control, de los fondos reservados, fuente permanente de corrupción.
* Las causas judiciales seguidas por actos de corrupción, además de demorar por plazos absurdos -14 años promedio- están muy condicionadas por una Justicia Federal cuestionada, objeto de graves sospechas y cuyos “tiempos” para las decisiones exhiben evidentes condicionamientos políticos.
* No hay estructuras, procedimientos ni recursos aptos para centralizar las investigaciones judiciales y apuntar a las grandes causas con un sentido unificador. El contraste entre el eficiente y centralizado manejo de las causas del “lava jato” en Brasil con lo que sucede en la Argentina es brutal y evidente.
* El tratamiento mediático de los temas de corrupción, en tal contexto, se concentra en los aspectos más escandalosos de algunas de las causas y, en gran medida, termina siendo considerado como parte de la pugna política partidaria.
La sucesión de escándalos hace olvidar rápidamente el anterior y se termina minimizando la gravísima trascendencia de un esquema de corrupción sistémico que, en definitiva, no recibe más que alguna –pequeña- sanción de vez en cuando y nunca se ve afectado en su esencia.
* Así como en Brasil existe a esta altura plena conciencia del nefasto financiamiento de la política –salvo honrosas excepciones- con fondos provenientes de la obra pública (y, en paralelo, se van esclareciendo cientos de casos de corrupción dirigentes y empresarios del más alto nivel), aquí buena parte de la sociedad sigue actuando como si corrupto fuese sólo quien no le simpatiza políticamente o, en todo caso, asumiendo que como casi todos lo son la cuestión no es demasiado importante.
* Finalmente, en materia de recupero de activos detraídos por la corrupción, un aspecto fundamental no sólo para recuperar algo de las inmensas sumas robadas al Estado sino como elemento disuasivo y preventivo hacia el futuro, no ha habido –ni se plantean actualmente- avances importantes.
Es entonces posible enfrentar con firmeza y eficacia a la corrupción?
La respuesta no es sencilla ni fácil de instrumentar pero podemos recurrir a una herramienta valiosa que ya sido propuesta y sería capaz de unificar los esfuerzos contra la corrupción con una actitud independiente de toda postura partidaria.
Nos referimos a la creación de una Comisión Nacional de Investigación de la Corrupción que funcione a la manera de la Conadep, aquella Comisión que cumpliera un rol decisivo en el esclarecimiento de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura.
El organismo a crear debería estar integrado –como lo estuvo su antecesor mencionado- por personalidades independientes y respetadas, contar con recursos suficientes y facultades de investigar, todo con el fin de producir, en un plazo determinado, un informe fundado, a modo de diagnóstico profundo de la situación.
Para ello la Comisión debería abordar el análisis de los grandes mecanismos de corrupción existentes y concentrarse en los principales casos de público conocimiento.
Además de su aporte esclarecedor, del fortalecimiento de la conciencia pública sobre la magnitud de la corrupción y sus efectos, la medida sin duda tendría como efecto inmediato la aceleración de las causas judiciales más emblemáticas, que quedarían bajo una lupa independiente capaz de sacar a la luz muchas de las causas de la impunidad que hoy padecemos.