Reaccionamos ante la tristeza, el llanto y la alegría de los demás como si fueran nuestras propias emociones. Los seres humanos tenemos un sistema de empatía emocional que hace que tengamos respuestas afectivas ante las experiencias de las otras personas. Esta habilidad se basa en el contagio de las emociones, como cuando un bebé llora al escuchar el llanto de otro.
En este sentido, la percepción del estado emocional ajeno activa los mismos mecanismos neurales que actúan cuando nosotros experimentamos esos estados. Algunos autores sugieren que en este proceso estaría involucrado el sistema de neuronas en espejo, un conjunto de neuronas que se encuentran en la corteza frontal y parietal, y se ponen en funcionamiento tanto cuando ejecutamos una acción de manera intencional así como cuando la observamos en el otro. Estas neuronas actuarían como una suerte de puente entre nosotros y los demás.
Cuando vemos a alguien sentir dolor, activamos regiones cerebrales encargadas de procesar el propio sufrimiento, como la corteza cingulada anterior y la ínsula anterior. Se trata de la empatía por dolor, que es un proceso fruto de un mecanismo adaptativo para la supervivencia. Porque sentir el dolor nos ayuda a percibir y entonces evitar de manera inmediata la fuente de amenaza. Y a su vez, tiene una función prosocial al facilitar la ayuda y la cooperación.
Podés leer: 6 consejos de Facundo Manes para tener un cerebro sano
Ahora bien, además de compartir sentimientos con los demás (“siento cómo te sentís”), también somos capaces de comprender el punto de vista ajeno, lo compartamos o no (“entiendo cómo te sentís”). Esta última es la empatía cognitiva, es decir, la capacidad de ponernos en el lugar del otro a partir de comprender su punto de vista, sin necesariamente experimentar su estado emocional. Se trata de una forma de empatía que entraña un proceso lógico-racional. Forma parte de la llamada “Teoría de la Mente”, que refiere a la habilidad de comprender las intenciones, las metas, los deseos, los pensamientos y perspectivas de los demás, y predecir su comportamiento. Para ello es necesario poder distinguir al otro de uno mismo y poder realizar inferencias.
Se ha propuesto que la empatía emocional es filogenéticamente más antigua que la empatía cognitiva, que habría surgido más tardíamente en la evolución. Esta disociación entre ambos sistemas de empatía se hace evidente en algunos trastornos neuropsiquiátricos. Por ejemplo, se ha relacionado la psicopatía (o trastorno antisocial de la personalidad) con una deficiencia en la capacidad de “sentir” el estado emocional del otro, particularmente cuando se trata de tristeza o miedo. En contraposición, estas personas pueden llegar a ser muy buenas comprendiendo el estado mental de los demás y pueden incluso sacar ventaja de esto para manipularlos. En otras palabras, los psicópatas presentarían una disrupción del procesamiento afectivo más que una incapacidad de comprender el punto de vista ajeno.
Podés leer: Facundo Manes: cómo tener un cerebro saludable toda la vida
En la vida cotidiana, los dos tipos de empatía interactúan; nuestras reacciones ante las emociones ajenas involucran tanto una respuesta emocional así como una evaluación cognitiva sobre su punto de vista. De esta forma se complementan, promoviendo conductas que benefician y refuerzan los lazos sociales. Ponerse en el lugar del otro, de eso se trata.
Eso es justamente lo que conmueve del cuento El hombrecito del azulejo, de Manuel Mujica Láinez. Allí, Martinito, el personaje de losa, toma el lugar de su amigo ante la Muerte. El, motivado por el sufrimiento del niño enfermo, es capaz de engañar a la Muerte y dar su vida para salvar la de su pequeño amigo.
Utilizamos cookies de terceros para mostrar publicidad relacionada con tus preferencias. Si continúas navegando consideramos que acepta el uso de cookies. Puede obtener más información en:
Politica de Privacidad