Y un día no hubo niños. Sin saber por qué, no estaban. Se los buscó en lugares comunes y después en rincones insólitos, pero no aparecieron. Ninguna pista de sus gritos ni de sus risas.
Es cierto, no había desorden; pero tampoco juegos, ni raspones, ni curitas. El desparpajo sólo aparecía por casualidad en algún adulto enajenado.
En las plazas comenzaron a sobrar hamacas y toboganes. Los vendedores de globos paseaban con mirada perdida buscando nuevo trabajo. El silencio comenzaba.
Las aulas se deterioraban rápidamente. Lo primero en perderse fueron los olores escolares, mientras las paredes se descascaraban sin remedio. Los bancos, más fríos que nunca, fueron perdiendo la esperanza del retorno.
En los pizarrones apenas si quedaban trazos de tiza escritos por la última seño. Por el suelo rodaban, a merced de un viento indolente, hojas de cuaderno con renglones vacíos. No se oían berrinches. Ningún niño estaba en apuros.
Sin ellos (sin la obligación de educarlos) los adultos consiguieron tiempo para sí. Ahora podrían dedicarse a sus proyectos y a sus espejos. Ya nadie interrumpiría su sueño ni sus conversaciones. Algunos miedos a la enfermedad infantil quedaron en el olvido, apenas acurrucados en el desvarío de los ancianos.
Se comenzaron a olvidar las canciones de cuna. En realidad, desaparecieron todas las canciones. El silencio no cesaba.
Los académicos, aquellos acostumbrados a enseñar a otro, aún giraban sobre sus talones buscando un joven aprendiz. Pronto comprendieron que nadie esperaba ni desearía aprender. Entonces obviaron girar y dejaron rígidos los talones.
Transportistas escolares de diversas zonas tuvieron que ser dispersados por la policía cuando alteraron el orden con sus cortes de ruta.
Las abuelas dejaron de tejer. Los abuelos, de arreglar bicicletas. Los padrinos, cansados de deambular buscando ahijados, tiraron los regalos al río, para que la corriente se los llevara junto con sus deseos.
Fueron cerradas maternidades, guarderías y hasta salones de cumpleaños. En su lugar se abrieron sitios de reunión para adultos; gente grande, bien portada.
Algunas palabras cayeron en desuso, letra por letra. Primero se perdió la ‘h’ de ‘hijo’, pero nadie lo notó. Luego desaparecieron la ‘i’ y la ‘j’, y los hijos quedaron sin nombrarse.
Los mayores, ahora con menos apuro, ya no llegaban tarde ni faltaban a su trabajo.
Dejaron de escucharse retos o penitencias.
Las vecinas, por costumbre, insistían en encontrar algún malcriado, pero fue imposible; no había. El silencio ya ensordecía.
Psicólogos y psicopedagogos elevaron petitorios ante las autoridades regionales; fueron escuchados, pero rápidamente comprendieron (mediante un simple análisis) que nadie podría ayudarlos.
Los asientos de los colectivos reservados para las embarazadas fueron reemplazados por espacios para bastones. Dejaron de venderse cunas, biberones y libros de cuentos. Las jugueterías sufrieron una debacle masiva. Un triciclo rojo fue adquirido, vía Internet, por un coleccionista extranjero.
Muchos matrimonios finalmente se encontraron frente a frente, por primera vez. Pocos supieron manejar tanto vacío. El orden hogareño, tan anhelado, comenzó a incomodar, de tan grande y tremendo silencio.
El clima fue cambiando. Finalmente hasta el sol se dio cuenta de la ausencia y palideció. La lluvia seguía cayendo, pero apenas si mojaba la tierra. Las plantas cambiaron su verde por un gris prolijo, perfecto. El viento dejó de soplar cuando se encontró sin flequillos para despeinar.
Todo había ocurrido demasiado pronto, a la vista y con la complicidad de todos.
En el noticiero de esta noche se comenta que se ha constituido una comisión para revisar el problema. Han prometido llegar a las últimas consecuencias. Se confía en llegar a buen puerto.
Las aulas esperan, las calles esperan, los perros esperan. Tratando de no olvidar, los abuelos desesperan.
Lo ocurrido es tan inusual -dice la autoridad- que seguramente se solucionará pronto. Algunos creen y confían. Otros, en cambio, comienzan a pensar cómo sería la vida sin chicos.
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