Desde una óptica filosófica, podríamos concebir al hombre como un ser desamparado, abandonado a su suerte en el mundo. Heidegger, filósofo existencialista alemán, lo presenta como un ser arrojado a su existencia, desesperado, que está solo y camina indefectiblemente hacia su muerte, sin nadie, ni siquiera un Dios que lo cuide.
Por suerte, no todo está perdido; el hombre no se encuentra tan solo, está acompañado por otros hombres. Tal vez, ese mismo desamparo existencial, esa sensación de soledad inducida por la falta de un Dios que nos ame, esa angustia producida por la responsabilidad que implica ser libres en la elección de nuestros propios actos, o nuestra propia vulnerabilidad física sea lo que nos llevó a ser seres sociales.
Nacemos con la imposibilidad de subsistir sin otros, precisamos acompañamiento y cuidado por muchísimos años, hasta que finalmente logramos adquirir, con la ayuda de nuestros padres, las destrezas, el conocimiento y la maduración para sobrevivir. Esta situación no se limita a las necesidades fisiológicas, además necesitamos amor.
Una vez que podemos valernos por nosotros mismos continuamos con el apremio por vincularnos con otros, y seguimos manteniendo una fuerte necesidad de ser amados, la que nos acompañará para siempre.
En resumen, somos seres sociales demandantes de afecto
Hace tiempo que se sabe que la carencia afectiva extrema en infantes lleva a la muerte; se llegó a este conocimiento a partir del estudio en instituciones donde niños sanos morían, sin razón aparente. No se entendía porqué, si tenían cubiertas sus necesidades básicas y no padecían enfermedades físicas, la tasa de mortalidad en estos orfanatos u hospitales era tan alta.
Se descubrió que esos bebés carecían del contacto físico con la madre (eran huérfanos) y sus cuidados eran brindados por diferentes enfermeras, sin que se estableciera una conexión afectiva de calidad; esa falta de amor los conducía a graves trastornos y hasta a la muerte.
Los niños desamparados o maltratados crecen, en muchos casos, con la idea inconsciente de ser ellos los culpables del abandono o de la violencia que sufrieron y se sienten responsables también de la desdicha de sus padres, que paradójicamente son quienes los desprotegieron. Esta situación los ubica en un lugar de mucha culpa y a veces los conduce al intento de contentar a sus padres y tratar de arreglarles la vida (tarea imposible para cualquier niño pequeño), lo que inevitablemente los lleva a un laberinto de frustración y fracaso.
Las personas adultas que han vivido desamparo en su infancia pueden arrastrar un sentimiento de desprotección, soledad y tristeza durante toda la vida; pueden convertirse en buscadores seriales de aquello que les faltó (el amor de los padres), desarrollando una exagerada necesidad de agradar a los demás.
Esta búsqueda desesperada de amor, puede llevar a estas personas a hacer esfuerzos inmensos para obtener cariño, dando demasiado en las relaciones, estableciendo vínculos muy desbalanceados y padeciendo un fuerte vacío muy difícil de llenar.
La falta de amor en los niños pequeños produce un daño imperdonable, que perdura en el tiempo como una cicatriz que devela la falta de abrigo afectivo. Seamos responsables y brindémosles a nuestros hijos lo que se merecen: amor, protección y estabilidad.
Debemos ser conscientes de la relevancia que los padres tenemos sobre el desarrollo físico, cognitivo y emocional de nuestros hijos y entender que nuestra conducta cotidiana puede influir de forma dramática para el resto de sus vidas. Los niños, desde que nacen y por muchos años, necesitan una relación profunda, estable y de confianza con sus padres. Necesitan sentirse amados.
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