Y murió otra niña, otra más. Muerte absurda, muerte cómplice de adultos tibios, que crían niños impunes.
Qué más debe pasar para entender que lo que hacemos tiene consecuencias, que nada es gratis, que cada movimiento, cada baldosa que pisamos trae aparejado algún hecho que la sucede.
Entender y enseñar que lo que hacemos tiene consecuencias es responsabilidad de los padres desde que un niño está en la cuna, desde que llora y su llanto no es de dolor ni de angustia ni de sueño, sino simplemente de berrinche, de capricho, de cosas de niño.
Es cosa de adultos poner ese límite necesario para que nuestros pequeños entiendan que no es llorando que se consiguen las cosas. Que el “No” existe y que los límites son necesarios porque nos marcan un adentro y un afuera, un norte y un sur. Los límites marcan el bien y el mal.
Una nena muerta, 14 años, toda la vida por delante. Podría haber sido mi hijo, podría haber sido el tuyo o el de cualquiera de nosotros. Cruzaba la calle en su ciudad, en lo seguro que se vuelve extraño y se transforma en siniestro, como decía Sigmund Freud.
Lo siniestro como lo familiar vuelto extraño y siniestra fue esta avenida para Lucía Bernaola. Después de esos pasos nunca más podrá cruzar ni esa calle ni otra. Manejaba un muchacho de 19 años con 1,25 de alcohol en sangre (0,75 más de lo permitido) y no sé si corría picadas, no me importa eso, determinará la justicia y quedará en manos de la ley.
1, 25 de alcohol en sangre… Un muchacho de 19 años que maneja alcoholizado y que sube fotos a sus redes sociales contando sus hábitos, exponiéndolos… Tenía un montón de testigos de que en cualquier momento ocurriría lo que ocurrió. Crónica de una muerte anunciada una vez más, como el chico Balbo en la tribuna de Belgrano de Córdoba, como tantos “accidentes” que podríamos prevenir solamente si los adultos nos pusiéramos en el lugar que tendríamos que ponernos de una buena vez.
El rol del adulto que urge recuperar. El de cuidar, el de mantener la firmeza ineludible de que no podemos negociar ni con la salud de nuestros hijos, ni propios, ni ajenos
Porque darle un auto –y ese auto no lo compró con su trabajo a los 19 años, claro que no, se lo ha dado algún adulto, padres o tíos- a un chico que sube sistemáticamente fotos tomando alcohol, es como darle un revolver o una escopeta a un niño de tres años. Crónica de una muerte anunciada, una vez más.
Y lo siniestro se construye para Lucía en el momento en el que da ese paso. Y qué habrá pasado por su cabeza ¡Por Dios! Cuando por un segundo vio venir, intuyó la muerte… No quiero ni pensarlo. Leía la nota en un diario y una vez más se me estrujó el alma y aún me duele el cuero de la indignación.
No quiero escuchar más a padres que naturalicen y digan: “Todos toman, vivimos en este mundo”
No todos toman y si algunos toman es porque hay algunos padres que habilitan la transgresión desde un lugar de complicidad sin animarse a perder por un instante el cariño de sus hijos, sin entender que ese cariño fruto del enojo que provoca en un hijo el “No” que saludablemente debemos decirle es el pasaporte para la autopreservación y la preservación de los otros.
Estamos creando una sociedad de inimputables, y no hablo de los chicos que a los 14 años (sin justificar el crimen de ninguna manera) salen a la calle, no hablo de “los nadie” (maestro Galeano), hablo de los poderosos, de los chicos que bajo el amparo de sus padres, pudiendo elegir no eligen, hablo de los padres tibios.
Que si mi hijo toma alcohol o si cualquiera lo hace tenemos la potestad, la obligación, el derecho, de cerrar la puerta, de no permitir que salga, de agarrar las llaves del auto y guardarlas en nuestro bolsillo y por ningún motivo nos la podrá sacar
De incautarle la licencia de conducir si fuera necesario y que se enoje y que patalee como cuando tenía tres años y quería un chupetín en el supermercado del barrio y le decíamos que no.
Que patalee, que se frustre, que rompa puertas, pero que no ponga en juego ni su vida ni la de nadie, porque somos cómplices, cómplices de asesinatos de chicos que no están más, cómplices de chicos impunes que crecen en un mundo en donde los tiempos cambiaron y la esencia debería seguir siendo la misma.
Los padres en la silla de los padres, los hijos en la silla de los hijos, por favor. Basta de padres rehenes de hijos tiranos, basta de padres cómplices, amigos de los hijos
Los hijos tienen montón de amigos, contactos virtuales, reales. Necesitan de un padre, de una madre que dejen referencias firmes, claras, amorosas. No más hijos impunes, no más muertes absurdas, por padres que miran sin ver y niños en sombra.
En la cultura de la fisura, en el mundo de “el que toma más gana”, en la cultura de las propuestas mortíferas sistemáticas, de ballenas azules que nadan en nuestros mares cuando deberían nadar delfines amorosos y no cetáceos asesinos. En la cultura del quién pisa a quién, en la cultura de la no empatía, ¡no quiero más!
Yo no juego, pero SI juego a romper el juego, juego a poner mi palabra, mi compromiso, mi granito de arena para que abramos los ojos de una buena vez.
Que lo que hacemos, adultos, todos, tiene consecuencias…
Por Alejandro Schujman, psicólogo especialista en adolescentes. Autor del libro Generación Ni Ni y coautor del libro Herramientas para padres. Autor del espacio Escuela para Padres en Buena Vibra.
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