¿Alguna vez has pensado en todo el tiempo que pasamos dentro de los edificios en nuestro día a día? La OMS calcula que entre el 80% y el 90% del tiempo que estamos despiertos, por eso es importante que estos lugares estén diseñados pensando en nuestra salud emocional y física. La neuroarquitectura investiga cómo debe ser una oficina, una escuela, un hospital, una casa… para hacernos sentir bien.
La neuroarquitectura es una herramienta más que puede ayudar a diseñar las ciudades del futuro para que mejore la salud de sus habitantes y sus relaciones sociales.
Teniendo en cuenta que según la ONU en 2050 dos tercios de la población mundial vivirán en entornos urbanos, la aplicación de la neuroarquitectura al urbanismo podría traer ciudades creadas a la medida de sus ciudadanos, trasladando a su diseño los elementos que tienen un efecto beneficioso sobre nuestra mente.
Los arquitectos siempre han sido conscientes de que sus diseños influyen en los usuarios y en su experiencia de un lugar. Todos sabemos que aspectos como la iluminación o el color de un espacio determinan nuestras sensaciones al vivirlo.
La neuroarquitectura va un paso más allá y trata de entender cómo influye el entorno arquitectónico en nuestros procesos cerebrales y, por tanto, en nuestro comportamiento, para después aplicar estos descubrimientos al diseño y construcción de espacios que mejoren nuestro bienestar.
Arquitectos y neurocientíficos trabajan juntos para diseñar lugares donde todo esté determinado por el funcionamiento del cerebro de sus ocupantes, desde la distribución hasta el color de las paredes.
El reto es entender por qué hay lugares que favorecen o perjudican ciertos estados de ánimo y diseñar con inteligencia para conseguir un objetivo concreto, ya sea una oficina menos estresante, un hospital que favorezca la recuperación o una escuela en la que aprender mejor.
La neuroarquitectura ha encontrado en los simuladores virtuales una herramienta muy útil: permite al usuario experimentar un espacio, aunque no esté construido, y estudiar su influencia en su comportamiento.
El investigador Jonas Salk pasaba por un bloqueo y se marchó de viaje a Asís, donde dio con la clave para el descubrimiento de la vacuna contra la poliomelitis. Convencido de que el diseño de la ciudad italiana había creado el entorno adecuado para que fluyesen las ideas, contactó con el arquitecto Louis Khan para la creación de un centro de investigación que reprodujese esas condiciones y favoreciese la creatividad entre los investigadores. En 1965 inauguraron el Instituto Salk, un referente en espacios neuroarquitectónicos.
Pero el impulso definitivo a la neuroarquitectura vino de la mano de Fred Gage, un neurocientífico que en 1998 descubrió que el cerebro sigue produciendo neuronas en la edad adulta, lo que le llevó a interesarse por cómo el entorno en que vivimos influye en la estructura y el funcionamiento de nuestro cerebro.
El siguiente paso fue fundar, junto al arquitecto John Eberhard, la Academia de Neurociencia para la Arquitectura, con el objetivo de “investigar cómo debe ser el diseño del espacio en el siglo XXI para mejorar nuestro bienestar, aumentar el rendimiento y reducir el estrés y la fatiga de las ciudades”.
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La neuroarquitectura “pura” sería aquella que se sirve de instrumentos de la neurobiología, como electrocardiogramas, electroencefalogramas o sensores de sudoración, para medir de madera objetiva cómo reacciona nuestro cuerpo ante determinados estímulos arquitectónicos, con el objetivo de diseñar teniendo en cuenta las emociones que genera la arquitectura.
Sin embargo, hoy en día los estudios de arquitectura no cuentan con todos estos aparatos científicos, ni con la tecnología y el tiempo necesarios para el tratamiento de datos, para finalmente aplicar las conclusiones a sus diseños.
Todavía estamos lejos de diseñar proyectos concretos guiados exclusivamente por el cerebro de sus futuros usuarios, pero las investigaciones en neuroarquitectura coinciden al describir patrones de comportamiento comunes ante determinados estímulos.
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