Arrancó un nuevo año lectivo y millones de chicos y docentes se preparan para volver a la escuela. Se repite así, una vez más, el antiguo ritual, del que nosotros mismos fuimos parte hace 10, 30 o 50 años. Los alumnos se sientan en los bancos y los maestros comienzan a compartir con ellos los contenidos que la currícula impone: batallas del siglo XIX, capitales de Asia, la regla de Rufini o la definición de “hiato”. Los chicos oirán todo y no les importará casi nada. Harán el esfuerzo de memorizar lo necesario para superar las evaluaciones y luego simplemente olvidar. Y es que, más allá de la “rebeldía” de algunas escuelas y docentes que intentan algo distinto, el primer pecado de la educación actual es dar forzadamente respuestas a preguntas que los chicos no se han hecho.
Muchos adultos sentimos no haber aprovechado el tiempo durante nuestra educación. Un caso clásico: personas que de chicas odiaban geografía pero hoy aman viajar o mirar documentales sobre lugares recónditos del mundo. “¿Por qué no me interesaba en ese momento?” – se preguntan.
La respuesta es que cuando estudiábamos los “ríos de Europa” todo ese palabrerío no significaba nada para nosotros: no nos evocaba imágenes, no nos estimulaba deseos, no nos despertaba emociones. Los nombres de los ríos eran la respuesta a una pregunta que aún no nos habíamos formulado. La misma persona, pasados los 30, siente cosas muy diferentes ante el mismo contenido, cuando tomamos conciencia de que estamos precisamente en ese lugar de nombre enigmático que era solo un insulso punto en un mapa. Entonces pensamos que si hubiéramos prestado más atención durante el secundario, hoy disfrutaríamos más la vida adulta.
Estamos en una época en que todo lo que es puramente informativo se puede obtener en segundos en Wikipedia o buscando en Google. Por lo tanto, no vale la pena ya simplemente memorizar datos, como el largo del Amazonas o cuál es su caudal. El reto es favorecer que cada alumno vaya enriqueciendo su propio concepto de este río, a partir de imágenes y emociones. Cuando yo pienso en el Amazonas imagino pueblos originarios de costumbres ancestrales, visualizo una jungla copiosa por la que pasan cocodrilos y recuerdo historias que me contó un amigo que lo navegó en balsas de tronco. Esas imágenes las adquirí de adulto. No sé si son fidedignas, pero se conectan con mi intereses.
Y todas esas evocaciones serán fundamentales si algún día necesito hacer algo relacionado a recursos hídricos, quiero comprender la importancia del agua en la vida del ser humano o decido apoyar la causa de una ONG que se ocupa de combatir el desmonte.
Hablando del Amazonas en el aula, el desafío es antes que nada generar una pregunta, despertar la curiosidad, como paso previo a dar una respuesta. Una de las claves para ello es eliminar la idea del error como fracaso y sinónimo de mala nota para volverlo una parte normal del proceso de búsqueda y construcción.
Las experiencias vanguardistas muestran que la transición hacia un aprendizaje basado en la curiosidad y los interrogantes es promisoria pero no sencilla, ni para los docentes ni para los alumnos
El desafío de reinventar la educación es enorme. Pero si logramos hacer el cambio, la experiencia de adultos guiando a nuestros niños a preguntarse, descifrar enigmas y descubrir los secretos del mundo será muchísimo más rica y estimulante de lo que nos tocó vivir cuando fue nuestro turno de sentarnos al pupitre.
Por: Santiago Bilinkis, autor del blog Riesgo y Recompensa, y del libro Pasaje al Futuro. Twitter: @bilinkis
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