Nuestro cerebro toma decisiones constantemente, desde las más simples, como adónde mirar o qué pedir en un bar, hasta dilemas morales. Pero elegir sabiamente no es fácil. El cerebro es propenso al error y a la irracionalidad, entendida como el desvío respecto de las normas de la lógica.
No pocas veces buscamos el placer a corto plazo a expensas de consecuencias negativas en el largo plazo. Para bien o para mal, las emociones tienen un gran impacto en nuestras decisiones.
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Muchas veces quisiéramos creer que los seres humanos tomamos decisiones al haber considerado toda la información posible y relevante, ajustado el valor que le damos a cada una de nuestras opciones en función de las particularidades del contexto y las necesidades del futuro, siempre con imparcialidad, comprendido objetivamente cuáles son nuestras capacidades y limitaciones, y basado en objetivos claros y sistemáticamente definidos.
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Sin embargo, la evidencia que nos aportan las neurociencias nos indica que esto casi nunca es así. Decidimos la mayor parte del tiempo en forma rápida, automática, instintiva, no consciente, emocional y sin esfuerzo; además, las normas sociales influyen en cómo decidimos y utilizamos modelos mentales cuya activación depende fuertemente del contexto.
El cerebro tiene la tarea de reunir información del mundo que nos rodea y de nuestro cuerpo para dirigir la conducta de la forma más apropiada; y esto lo puede hacer básicamente de dos maneras: con un análisis deliberado, de forma reflexiva, lenta, considerando diversos factores relevantes, basada en el razonamiento, con esfuerzo mental; y, como mencionamos, también de forma automática.
El psicólogo cognitivo y premio Nobel de Economía Daniel Kahneman popularizó esta dicotomía de funcionamiento entre sistemas rápidos y lentos en el gobierno de nuestras decisiones, pero muchos otros autores en la historia del pensamiento humano habían aludido a esta repartición de tareas en el concierto mental. Así, Platón dividió el alma en una parte apasionada y una parte más deliberativa, y luego filósofos como David Hume e Immanuel Kant debatieron sobre la emoción y la razón en la toma de decisiones morales.
Hoy la neurociencia muestra evidencia de que la tensión que sentimos entre la pasión y la razón, entre la intuición y la deliberación, en realidad se basa en una tensión entre sistemas que compiten en el cerebro
Imaginemos que estábamos parados en el cordón de una vereda de una calle angosta y súbitamente nos arrojamos hacia atrás porque un colectivo venía hacia nosotros y nos iba a atropellar. Esta reacción fue demasiado rápida para ser consciente. Luego, cuando pasó el peligro, nos damos cuenta concientemente de la situación y de la decisión que nos salvó la vida.
La base de un cerebro sano es la bondad
Mientras caminamos, manejamos o andamos en bicicleta, el cerebro procesa miles y miles de cálculos que nos permiten no ser conscientes de esos actos que damos por obvios. Seguramente habremos visto en un semáforo algún muchacho que hace malabares increíbles con pelotas de colores. Durante los años de práctica se fueron formando circuitos cerebrales especializados en su cerebro en un tipo de aprendizaje que llamamos “procedimental” y que le permiten hacer esta tarea con movimientos complejos en forma rápida y eficiente sin ser consciente.
Cuando aprendemos nuevas habilidades, éstas cambian la estructura del cerebro. Esto sucede con la mayoría de las actividades que hacemos desde que somos bebes y a medida que crecemos (ver, reconocer patrones de imágenes, caminar, bañarnos, tomar mate mientras leemos, etc.), que fortalecen circuitos cerebrales que permiten que estas acciones sean automáticas y eficientes. ¿O nunca nos pasó cuando manejamos en la ruta que por un tiempo no atendimos a los detalles del manejo y sin embargo adelantamos unos kilómetros sin ser conscientes?
El cerebro tiene la capacidad para procesar información proveniente del entorno y de nuestro propio cuerpo de forma rápida, eficiente, y utilizarla para evaluar y elegir futuros cursos de acción
Algunos autores sugieren que para hacer esto el cerebro se apoya en dos tipos de procesos: el reconocimiento de patrones y el uso de etiquetas emocionales. El primero consistiría en la integración de información almacenada en el cerebro sobre experiencias y decisiones tomadas en el pasado para ser usadas como guía en la toma de decisiones. Si encontramos indicios de que la situación del presente se asemeja a una experiencia pasada -al reconocer un patrón-, tomaremos acciones que sigan un curso similar intentando obtener resultados análogos a la situación original. Sin embargo, tomar decisiones a partir de patrones reconocidos puede llevarnos al error en la medida en que asumamos que una situación presente se asemeja a una anterior y tomemos las mismas acciones, cuando en realidad se trata de dos situaciones diferentes que requieren dos tipos de acción divergentes.
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Por su parte, el cerebro se apoya en las etiquetas emocionales para seleccionar la información más relevante para la toma de decisiones y designar una serie de posibles acciones congruentes con la situación. Las etiquetas emocionales son marcas que imprime el cerebro en los pensamientos y experiencias almacenadas en la memoria que contienen información afectiva sobre la valencia (peligroso, agradable, molesto, etc.) y su intensidad (muy peligroso, poco peligroso, etc.) en cada recuerdo. De esta manera, cuando nos encontramos nuevamente con aquella situación o estímulo que hemos etiquetado, ya poseemos información útil para decidir rápidamente qué acción debemos tomar. La valencia y la intensidad con la cual etiquetamos la información también definen su “saliencia” -qué tan visible es-, determinando la facilidad con la cual podremos acceder a ella al momento de buscarla. Todo esto hace que el proceso de búsqueda sea más eficiente y, por ende, podamos tomar una decisión efectiva rápidamente.
Estos procesos tienen lugar durante la toma de la mayoría de decisiones. Dependemos de ellos en gran medida cuando realizamos acciones que son básicas y rutinarias, para las cuales, como mencionamos, hay un conjunto de conexiones en el cerebro ya especializadas para hacerse cargo de la tarea. Estas conexiones son el resultado del aprendizaje, con lo que la rapidez y la eficiencia con las que pueden responder dependen de la experiencia, o si se quiere, de la práctica. Y de esta misma manera, las decisiones que puede tomar este sistema están limitadas a contextos similares, donde las variables y los posibles resultados se corresponden con los escenarios donde estas respuestas ya fueron ensayadas.
No es fácil darnos cuenta del uso constante que hacemos de estos procesos y tampoco de la importancia que tienen para nuestra vida cotidiana. Sin embargo, cuando estos procesos se ven alterados, las consecuencias son imposibles de ignorar. Daños en determinadas regiones cerebrales pueden dar lugar a alteraciones en el procesamiento emocional que, como mencionamos, facilita la toma de decisiones. Estos pacientes pueden llegar a tener importantes dificultades para tomar todo tipo de decisiones, incluso las más simples y triviales, como qué comida preparar o qué vestir.
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Dichos pacientes no podrían utilizar las mencionadas etiquetas emocionales para tomar decisiones rápidas. En cambio, tienen que hacer una evaluación deliberada y analítica de sus opciones, lo que resulta bastante tedioso porque deben darle un valor a cada una de ellas, considerando una inmensa cantidad de variables.
Así como la filosofía y las neurociencias intentan revelar la arquitectura de las decisiones, las crónicas policiales y los relatos literarios se esmeran también por evidenciar esa ingeniería. En Soldados de Salamina, la novela del español Javier Cercas, justamente eso es lo que mueve la trama. En un pasaje fundamental, el narrador confiesa por qué está buscando obcecadamente al entonces joven soldado republicano que tomó la decisión inesperada de bajar el arma ante Sánchez Mazas, escritor e ideólogo de la falange: “Para preguntarle qué pensó aquella mañana, en el bosque, después del fusilamiento, cuando le reconoció y le miró a los ojos. Para preguntarle qué vio en sus ojos. Por qué le salvó, por qué no le delató, por qué no le mató”.
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- Facundo Manes es neurocientífico, director del Instituto de Neurología Cognitiva y del Instituto de Neurociencias de la Fundación Favaloro